VALÈNCIA. Escribir una columna semanal sobre este Valencia no es tarea sencilla. El estado vegetativo en el que se encuentra el club desde que Meriton empezó a desmantelarlo exige una enorme imaginación para no caer cada semana en la reiteración. Que los tipejos que vinieron desde Singapur para descapitalizar al Valencia son unos impresentables, unos provocadores y unos mentirosos es algo que todo el mundo sabe, pero hay que recordarlo cada siete días con una historia diferente, a veces traída tan de los pelos que se corre el riesgo de que parezca forzada. Del mismo modo, tampoco es fácil hablar del juego del Valencia, porque la mediocridad vende poco y los equipos inanes merecen escasos adjetivos. Y eso que el Valencia de Bordalás va impregnándose a medida que transcurren los meses de ese espíritu macarra que el técnico alicantino transmite tan bien a sus pupilos y eso, de una manera o de otra, da mucho juego literario. Solo invito a mis sufridos lectores a repasar los últimos minutos de los partidos en los que el Valencia ha adquirido ventaja en el marcador para darse cuenta del nivel de desquiciamiento que alcanzan los contrarios y el morbo que produce a quien lo inflige. Pero ni eso da para contar algo cada viernes sin repetirse.
Por eso, a veces, intento hacer un poco de humor con lo que ocurre en el Valencia y su entorno. Y, en ese intento, encontré en un personaje como Cristiano Piccini el instrumento ideal. Piccini, que hace tres años se convirtió en un héroe para el valencianismo, en vísperas de Navidad, gracias a un gol matinal marcado con su pierna mala en el último minuto del partido ante el Huesca, volvió al final del pasado mercado de invierno como solución, en el universo virtual de Meriton, para paliar los males del equipo cuando, en realidad, parecía más un exfutbolista que un refuerzo. Aquel extraño fichaje me dio pie para escribir en esta misma página un artículo en el que pronosticaba que, gracias a las dos patas de palo de Piccini, el Valencia remontaría el vuelo, abandonaría para siempre los fantasmas del descenso y alcanzaría posiciones europeas. Aquel delirante texto convertía al superhéroe de las patas de palo en un mito del valencianismo de tal calibre que proponía que las estrellas que sirven para honrar los títulos en la camiseta fueran sustituidas por trozos de madera en homenaje al lateral italiano.
Lo que jamás imaginé es que aquellas profecías ridículas, fruto de un momento de euforia mal administrada, se cumplieran como ocurrió el pasado domingo en Mestalla. El gol de Piccini ante el Elche, marcado con su pierna lesionada, me confirmó mi destino de involuntario profeta, ese gurú absurdo que pronostica cosas imposibles que no deberían de cumplirse. Desde entonces, la gente me pregunta cuál es el número que será agraciado en la lotería de Navidad, cuándo echaremos a los ladrones del club y cuántas variantes con letras griegas del coronavirus nos quedan por pasar. Pero no tengo respuestas para esas cuestiones.
No la tengo por una razón. Y es que, en el fondo, mi pronóstico sobre el futuro del superhéroe de las patas de palo lo acerté por chiripa. Y me alegro mucho de haber acertado, porque Piccini representa mejor que nadie la plantilla a la que puede aspirar el Valencia en tiempos de liquidación, un futbolista que se ha rebelado contra la adversidad en forma de lesiones para reinventarse, sobrevivir a una fractura de rótula que habría acabado con la carrera de cualquier otro futbolista y, de forma inesperada, transformarse en un superhéroe apócrifo que en vez de capa tiene dos patas de palo como armas.