VALÈNCIA. No más de cien personas -diría que menos- pueden decir que han visto en vivo al Valencia Basket ganar sus dos títulos de Liga. Soy un afortunado. La del domingo fue una noche muy especial que culminó con el triunfo del equipo que lidera Rubén Burgos, un tipo que, de tan normal que es, parece un marciano. Al acabar el partido, le entrevistó Nacho Rodilla, que es el mejor analista de baloncesto de esta ciudad y trabaja como comentarista para À Punt. Rodilla, para muchos la mayor leyenda del club, se emocionó al abrazarse a su amigo, el Rulo, coronado como campeón de Liga. El de Llíria empezó a hacer preguntas con los ojos vidriosos y llamaba la atención, por contraste, que Burgos estaba tan pancho.
El entrenador no perdió la calma en ningún momento. Ni siquiera durante ese primer cuarto en el que el Perfumerías Avenida estranguló al Valencia Basket. Rubén Burgos tiene una virtud que admiro mucho: sabe mantener su ego a raya. El ego, para mí, es, con diferencia, nuestro mayor enemigo. Yo combato contra él cada día. No me relajo. Burgos parece dominar ese duelo y eso es lo que le lleva a tomar una de las decisiones más extrañas que he visto en el mundo del deporte: aceptar un sueldo ramplón a cambio de un empleo en el club cuando deje el banquillo del primer equipo.
Aunque creo que, pese a que nadie lo ha anunciado, ya no cobra el jornal de un ‘soldado raso’. El técnico ganaba una cifra irrisoria que, parece ser, el club, por pura honestidad, ha ido corrigiendo. “Yo me siento valorado. Estoy convencido de querer formar parte de este proyecto. Estoy donde quiero estar. Aquí empecé con 11 años en las naves de Peñarroja y aquí llegué a profesional. Con lo aprendido pude hacer una carrera en otros equipos. Luego el club me dio un trabajo en las escuelas para formarme y debo agradecérselo. Llegan ofertas sugerentes, claro, pero quiero tener los pies en el suelo. El club ha ido ajustando progresivamente mi contrato al nivel de exigencia”, me contó esta semana.
Burgos se fija mucho en los grandes entrenadores. Por eso, quizá, emulando al Maestro, al añorado Miki Vukovic, dio un paso atrás en la celebración y cedió todo el protagonismo a las jugadoras, a quienes, al día siguiente, en el acto de la Fonteta, volvió a otorgarles todo el mérito de los éxitos de su equipo.
Me perdí, pese a estar a quince metros, la entrega del trofeo, pero en cuanto acabé la crónica, me levanté y acudí al centro a embadurnarme de tanta euforia. Llegué al grupo con los brazos abiertos, como observé que hacían los otros periodistas, pero entonces miré y vi que ninguna jugadora me conocía. Así que, como buen ‘looser’ que soy, me di media vuelta y volví a mi sitio sin un triste abrazo. Y ahí, en el lugar de donde no debí moverme, me puse a contemplar cómo celebraba cada una el título recién conquistado.
La mayoría optó por la celebración clásica, que consiste en colocarse en el centro de la cancha, dar saltos, abrazarse con todo el que pasa por ahí -menos conmigo-, hacerse fotos y besar el trofeo. Pero hubo variantes que llamaron mi atención. La primera fue que Raquel Carrera, flamante MVP de la final, fue la primera en abandonar la manada para dirigirse hacia mi sitio -por un momento pensé si no vendría a abrazarme a mí, pero no, ni siquiera sabe mi nombre-, pasar al lado de las mesas de los periodistas y alcanzar la primera fila de la grada donde estaba su familia. El abrazo con su padre, que llevaba un extraño gorro, fue emocionante.
Luego me giré y, de repente, vi a Laia Lamana corriendo y dando saltos como una cabra mientras le gritaba al móvil. Pensé si, de tanta alegría, había enloquecido, pero entonces se sentó en la base de la canasta, y ajena a todo lo que seguía pasando en el centro de la cancha, se tiró cerca de un cuarto de hora haciendo una videollamada con su novio, al que no paraba de enseñarle la miniatura de la copa. Su cara era de las más radiantes y, de vez en cuando, volvía a dar gritos de pura felicidad.
A un lado, sin ganas de estar todo el rato dando saltos, sin el ánimo de Cierra Burdick -sin duda, la MVP de las celebraciones-, sentada en la publicidad que hay delante del banquillo, descansaba Alba Torrens. La mallorquina tiene 33 años y es una leyenda del baloncesto que ha vivido mil celebraciones como esta y algunas mayores. -es subcampeona olímpica, subcampeona del mundo, doble campeona de Europa y ha ganado cinco veces la Euroliga-. Torrens esbozaba una media sonrisa que era más de paz que de euforia.
Y luego estaba Cristina Ouviña, una de las líderes de este equipo que, ella misma lo ha contado, esta temporada le ha costado ser feliz. Ouviña, una gigante en la final, feliz al fin, pasó mucho rato con su novio, un jugador de baloncesto que vio el partido en Würzburg con una camiseta de Ouviña puesta. Un detalle que me gustó. No se pasó de caldosa y después de estar un rato con él, le dio un beso y volvió con el grupo. Estos momentos pasan y hay que aprovecharlos.
Con este triunfo me ha pasado algo parecido a lo que sentí con la Liga de 2017. Me alegré por el título, claro, pero fui mucho más feliz disfrutando del juego excepcional de aquel play-off, con el balón pasando de mano en mano sin bote, veloz, mientras los jugadores, como en una de esas bandadas de estorninos, se movía armónicamente. Le expliqué a Rubén que en algunos momentos, sobre todo en diciembre y enero, y de nuevo en las eliminatorias por el título, sentí algo parecido con su equipo, y celebró el halago porque le colocaba a la altura de mi admirado Pedro Martínez. “Yo entonces era entrenador del equipo de la Liga EBA y pude ver de cerca cómo prepararon los play-off. Pedro lo tenía todo claro y bien atado, y fue un placer comprobar que luego salía en la cancha todo lo que habían preparado. Eso es un orgullo. Mucha gente se identifica con nuestras jugadoras por su carácter, por sus valores en la cancha. El otro día me lo dijo Miguel Méndez -el seleccionador nacional-: ‘Ganaréis o perderéis, pero el equipo más difícil de ganar sois vosotras’. De ahí saco yo mi seguridad. Porque sé que es muy difícil que nos ganen dos partidos”.
La gran celebración de Burgos al llegar al hotel consistió en comerse una pizza con el resto del equipo técnico en el hotel, beberse una cerveza y subirse a la habitación. Una nueva victoria sobre su ego. Ya tendrá tiempo de juntarse con los amigos y celebrarlo como a él le guste antes de ponerse en julio a dirigir a la selección española sub20. Un nuevo desafío para el hombre tranquilo.