VALÈNCIA. El miércoles el Inter de Milán, un club bien prodigioso, presentaba su nuevo emblema. Básicamente una simplicidad máxima para quitar las alharacas de su identidad, dejar de tener apellidos para ser, en esencia, el Inter. El maldito Inter con Farinós de portero. Todo ello, claro, acompañado del relato sobado de la actitud, la calle, la universalidad. Adobado de extras jovencitos, sobrantes de los viejos anuncios de Benetton; esa nueva manía de los clubes por proyectar una hinchada que no se parece en nada a la suya.
Su viraje identitario es trascendente porque confirma la aspiración de la mayoría de grandes potencias. Hablar a sus aficionados, al mercado, como si fueran niños que apenas pueden comprender más de dos palabras seguidas. Apelar al hiperindividualismo. Proclamarse un club global. Solo que el Inter lo ha intensificado tanto que su campaña promocional parecía el ‘pantomima full’ de los nuevos clubes de fútbol: el lema IM / I’M como símbolo de una nueva manera de entender el deporte. El ‘yo soy’ frente al ‘somos’. Dónde queda la idea grupal, el sentimiento comunitario, las construcciones conjuntas.
Leía a Eugenio Viñas en la página de al lado escribir sobre los nuevos comportamientos en la industria musical donde los solistas han sustituido a los grupos: “lo individual, lo vertical, lo rectilíneo domina una transmisión de conocimientos que ha de ser rápida, efectiva. Las leyes del storytelling exigen concreción y la dispersión de relatos en una banda es siempre menos maleable”. Fírmese debajo con lo que ocurre con los clubes de fútbol.
Esa individualidad está emparentada -o en fin, es consecuencia- de cómo los futbolistas han pasado a sustituir con frecuencia al grupo, al conjunto. El Borussia de Dortmund nos la trae al pairo. Adiós Dortmund, adiós el equipo-nación. Hola al Borussia de Haaland.
En ese marco, ante todo ello, una fantasía. La activación de un idealismo. El Valencia tiene la gran oportunidad para llevarle la contraria a esa dinámica y posicionarse como alternativa. Si no fuera porque está en juego su superviviencia y tiene un ‘evergreen’ atravesado en sus entrañas, lo tendría muy sencillo para aprovechar el trance.
Porque el Valencia ahora mismo es una foto fija de una comunidad queriendo recuperar su club. Es precisamente un laboratorio sobre la potencia de la identidad colectiva frente a los designios ultracaprichosos de cualquier magnate.
Si el Valencia aspira a explicarse como lo están haciendo los grandes clubes, estará decidiéndose por la irrelevancia más absoluta. Si todos son igual, en realidad nadie será gran cosa. No puede competir como club global porque nada lo distingue así. No puede ser portador de grandes astros porque las individualidades más pujantes del fútbol le quedan muy lejos. Lo del Valencia, ahora -en realidad casi siempre-, es lo otro: la mirada al entorno local. Mauricio Pellegrino dibujó bien la idea: lo mejor del valencianismo es la sensación de que es un pueblo. Y ese pueblo tiene un elemento perfecto para congraciarse: un villano al que hacerle frente.
El momento perfecto para, ante el ‘I am’, reivindicar el ‘We are’.