A toda esa gente, a los que se quitan de muchas cosas para sacarse un pase, o hacen lo imposible para poder acudir a la hora que toca a un partido, a los nombrados y los que se han quedado por nombrar, y que veremos haciendo cola este verano en taquillas, la admiro
VALENCIA. Sería buen momento para recalcar aquello de 'hay que saber aprovechar la música', pero uno, que está harto de luchar contra molinos de viento, pasa de hacerlo. Porque sabe que es predicar en el desierto. Que nunca aprenderemos ninguna lección y que lo del pasado domingo será un oasis en mitad de ninguna parte; como lo fue siempre.
Pero siguen sucediendo cosas que evitan que apague la luz de forma definitiva.
Conocía ayer la historia de un señor que escaló Mestalla, rumbo a su asiento. El buen hombre, lejos de quedarse en la comodidad de su hogar, sin poder, se arrastró como pudo hasta el anfiteatro para contemplar a una banda gobernada por arreus; simplemente porque 'su equipo' lo necesitaba.
El caballero tardó una hora en abandonar el estadio, y puede que otra, en alcanzar su lugar en la grada. Llego a imaginármelo regurgitando "el València és l'únic que em queda, si me'l lleve també..." para reivindicar su sacrificio.
Son escenas que todos hemos contemplado alguna vez. Señores cogiendo aire en mitad de una escalinata empinada. Derrotados por las rampas que precisan la ayuda de anónimos para llegar a destino. Abuelos subiendo escalones con la delicadeza de una geisha. Acudiendo, cojos, enfermos, con la bolsa de la orina colgando o la botella de oxigeno a rastras, débiles, a un Mestalla emputecido que hace tiempo que dejó de ofrecer alegrías para provocar torturas. Lo hacen sin necesidad, porque hacerlo es su medicina quincenal.
Acciones que hemos encalado en lo cotidiano hasta quitarles todo el valor que encierran. El esfuerzo sincero de personas a las que no les pesa la militancia. Gente que no espera nada a cambio, capaces de regalar el último aliento de salud que les queda. Admiro en secreto a esas personas. Representan la entrega total e incondicional.
Durante estos años he conocido a muchos que han protagonizado locuras pintadas en estos colores. Aquellos chavales polacos con los que me topé hace unos años, metidos en un tren para recorrer 450 kilómetros con tal de quedar con otros aficionados del Valencia en Varsovia y pasar un fin de semana juntos. Costeándose un viaje para el que no tenían dinero. Recalando en un hostal de mala muerte. Jugando en canchas heladas por el frío para confraternizar, recorriendo la ciudad de forma desesperada porque descubrieron a última hora - no cayeron en ello - que ningún bar daba el partido.
Acabando todos por juntarse en casa de un anónimo que los abordó en plena tragedia y ver en modo pirata como la Real de Griezmann le metía una tunda en Mestalla al Valencia.
Yo no me veo capaz de realizar ninguna de estas cosas. Por eso les envidio. Hace demasiado que el Valencia sólo me provoca hastío.
Tampoco hace tanto que conocí a un hondureño decidido a pelearse con las autoridades de su ciudad con tal de poder levantar un campo de fútbol en el que dar cabida a los niños y niñas de su barrio, que visten la camisola de un equipo llamado CD Valencia con murciélago en el pecho. Y al que acabé ayudando en lo que pude.
Ni quedó muy atrás lo de Amran, un árabe-israelí empeñado en crear una escuela del Valencia CF en Haifa y que ha conseguido levantarla de la nada a base de ilusión y trabajo. Pagando de su bolsillo equipaciones para unos chavales que lucen con orgullo el óvalo del rat-penat. Y al que también acabamos ayudando en lo que pudimos, incluso a traerlo a Valencia a ver si la Fundación y el club contribuían en algo.
Aquel tipo, grandote y musculado, parecía un crío al que se le iluminaba la mirada con cualquier cosa en cuanto chafó Mestalla. Involucrando a amigos, y con las manos de ser menester, ya ha removido tierras en su pueblo para acondicionar el lugar en el que irá un proyecto que representa lo que puede llegar a mover el apego por un equipo; por muy lejos que esté.
Y no son pocos los que hacen cosas así; recorrerse cientos de kilómetros cada vez que el Valencia acude al este de Europa a estrellarse en algún campo ruso, ucraniano o bielorruso. Cruzar Estados Unidos de costa a costa para ver a los suyos deambular en una de esas giras insulsas y ser despreciados cuando piden un autógrafo o una foto ante la pasividad de unos directivos cobardes. O sufrir horas de avión para cumplir el cometido vital de chafar Mestalla, ya vengan de México, Chipre, Albania, Japón o Marruecos. Empujados únicamente por una ilusión a prueba de bombas.
Debe ser eso, la ilusión, lo que llevó al padre Enrique Soriano a vestir del Valencia a un grupo de chavales en Guinea.
A toda esa gente, a los que se quitan de muchas cosas para sacarse un pase, o hacen lo imposible para poder acudir a la hora que toca a un partido, a los nombrados y los que se han quedado por nombrar, y que veremos haciendo cola este verano en taquillas, la admiro por ser capaces de hacer todo lo que hacen. Por saber mantener viva su llama a pesar de todo y de todos.
Son ellos los que sujetan un edificio en ruinas, los que siempre estarán ahí pase lo que pase. Sacrificándose sin publicidad ni boatos, y mucho menos, atreviéndose jamás a autoproclamarse el Valencia mismo alegando algún tipo de superioridad moral.
Tienen la culpa de que no haya cortado ese fino hilo que me conecta al Valencia. Con el que hemos convenido darnos un tiempo a partir de mayo, a ver si es posible recuperar la chispa y dejar de sentirlo como un cuerpo extraño que circula en dirección contraria a la mía.