VALÈNCIA. En carne viva. Así está el valencianismo, con razón, por la situación de su equipo. Una tan cruda como inesperada después de una temporada magnífica y un verano ilusionante, donde el personal se cegó – pónganme el primero de la lista, sin escondrijos- con las luces de neón de unos fichajes que, en su momento, destilaban ambición y sentido común. Refuerzos, en teoría, de campanillas. Se apostó por la continuidad de los dos mejores de la plantilla – se pagó una fortuna por Kondogbia y Guedes porque se lo ganaron en el campo- y por nuevos cromos que daban profundidad al plantel, con gente como Gameiro, Batshuayi, Piccini y compañía que, lejos de sumar, parecen anulados. La gestión es la misma del curso pasado. La dirección de campo, también. Y sin embargo, las señales que ofrece el equipo, dentro y fuera del campo, son de alerta roja. El orden y la estructura, el sello del innegociable sistema de Marcelino se mantienen, pero lo que el año pasado funcionaba como un reloj suizo ahora amenaza con ser un carrillón de pared al que se ha parado la hora. El equipo no tiene profundidad, tampoco velocidad en la transición, ha perdido el gol como alguien a quien le abandona el desodorante y sin pegada, el grupo ha acabado por perder la confianza en lo que hace.
Fuera del campo tampoco hay sensación de alivio. En cambio, prolifera una atmósfera de irritación. Y sin ánimo de pretender ser pirómano, porque la situación es delicada, hay motivo para sentir una sensación de desazón. Los resultados son los que son, no se puede tapar el sol con un dedo y más allá de recitar que de esto se sale con trabajo, trabajo y más trabajo- un tópico real, moleste a quien moleste-, el fondo y las formas invitan a pensar en que o los interlocutores del club viven en los mundos de Yupi o creen que los aficionados viven en una realidad paralela, ajena a la clasificación. No se trata de buscar culpables, ni de inflamar el ambiente, ni de encender a las masas. Se trata de constatar que hace meses que ya no es tiempo de palabras, sino de hechos; de constatar que la gente no se siente defraudada sin motivo; de que quien se vista de corto se ponga en el lugar del que saca el abono religiosamente y de entender que los que mandan en el club entiendan que ahora no es buena idea ir repartiendo carnés de buenos y malos valencianistas. Eso es apagar el fuego con gasolina y no está el horno para bollos, sean de Sagunto, de Requena o de Singapur.
A la espera de que el equipo se ponga a la altura de la afición, de que Marcelino retome la senda del triunfo que ya transitó y de que la propiedad resista la tentación de destruir todo lo construido, el valencianismo espera que se produzcan dos acontecimientos: escuchar un discurso corto, directo y e vena; y ver un equipo rocoso, fiero y peleón. Ganar o perder será otro negociado, pero la temporada está cerca de irse por el desagüe y todo lo que no sea eso, sabrá a poco. Hasta la fecha, el VCF lo ha intentado casi todo sin salirle casi nada, pero la realidad es la que es y viendo la clasificación, ya no sirve hacerse trampas al solitario. La situación es desagradable, el vaso de la paciencia está a rebosar y aunque todavía no ha pasado el último tren, es hora de subirse en marcha para no descarrilar. No es incompatible, aunque lo parezca, creer que Marcelino es el mejor entrenador que puede tener este club con saber que se han cometido errores y que hay que pegar un volantazo cuanto antes.
No se puede negar que el equipo pone intensidad, pero que le falta fútbol y sobre todas las cosas, gol. Es pisar el área y el Valencia, que antes parecía King Kong porque hacía gol de media ocasión, ahora parece Bambi, porque rezuma ingenuidad y necesita quince claras para hacer un miserable tanto. Esto es lo que hay. Y es mejor afrontar los problemas que seguir negándolos por sistema. Esto, por desgracia, no es nuevo para el Valencia Club de Fútbol. Suele pasar que quien olvida la historia se condena a repetirla y en Mestalla, pasar de la euforia al fracaso y de la ilusión a la decepción, es ya algo cíclico. Y la solución, ahí está la historia del club como testigo, no pasa por cortar cabezas y gritar aquello de “Sálvese quien pueda”. No. Hay que coger el toro por los cuernos. Es hora de tomar decisiones drásticas, de confiar en el grupo y de estar más unidos que nunca. Es hora de que el equipo vuelva a hacer lo que hizo el año pasado: ponerse a la altura de su afición. Lleva varios meses muy por debajo y esto, el año del Centenario, no es admisible. Que cada palo aguante su vela. Sólo fracasa el que deja de intentarlo. Y Mestalla necesita que los suyos mueran en el intento. Que el escudo se lleve por dentro. Y que el equipo descargue en el campo la rabia contenida como lo hace el público, con la piel en carne viva.