VALÈNCIA. Hace menos de un año, ante el nerviosismo publicado del entorno de Ferran por sus oportunidades contadas, escribía algo parecido a esto: “Ferran Torres ante el problema de Ferran Torres: querer que su impulso vaya más rápido que sus estadísticas. La trampa: encerrarse en lo que está perdiendo en lugar de enfocarse en lo que todavía tiene que ganarse”. Ferran pasaba por el pánico lógico de, en plena fase prometedora, temer no ser capaz de dar el siguiente salto por falta de minutos.
Podría, entonces, haber pasado el tiempo acariciándose el ego. Podría haber sucumbido ante la tentación de quienes, venenosos, procuraban que el entrenador le dedicara un trato preferente. Podría haberse hartado de esperar justo tras comenzar a ponerse en la cola.
Y si tiene mérito entrar en un partido, revolucionarlo con una descarga eléctrica, definitivamente lo decisivo ocurre antes: cuando desarrollas la costra necesaria para transigir con lo que no comprendes. Ferran, ese efecto 2000 del que el Valencia todavía se contagia lateralmente, se ha ido haciendo futbolista ante nuestros ojos. Más cuando no ha jugado -gestionando la espera- que cuando sí lo ha hecho.
Ha cruzado el Rubicón, de Golden Boy a futbolista de verdad. Si aquel domingo en Girona se le dio la alternativa al vuelo, frente al Lille sacudió una crisis de Champions para poner noviembre a favor. Hay noches puntuales de cosecha que incrementan el convencimiento propio más que años de siembra. El arrojo de Ferran para driblar y golpear es una actividad productiva de primer orden para este equipo.
La suya es una buena historia de las que aprender frente a la histeria. Ferran y su efecto acaban de llegar. Ahora comienza todo.