VALÈNCIA. Los equipos que tienen la obligación de vender cada año siempre están sumidos en un vaivén de emociones, en una montaña rusa de resultados, tal vez porque la permanente reconstrucción a la que se ven sometidos les empuja a encomendarse cada domingo a un santo o a una santa, para que la cosa no vaya mal. La cuestión es que el Valencia CF es de esos equipos, anclados en la histeria permanente: insisto, no la afición, sino el club en su conjunto. Hemos llegado a un punto en el que ganar a un equipo de media tabla para abajo se celebra como si hubiésemos conseguido algo importante; por supuesto, perder significa la más intensa de las depresiones y un victimismo que hace que vuelva a llover sobre lo mojado. No sé cuántas finales lleva jugadas ya el Valencia CF cuando estamos aún en el mes de noviembre y cabría preguntarse a qué viene esta sensación de que siempre va a pasar algo malo, porque si la tenemos tantos no será paranoia de uno solo.
Que gane el Valencia es noticia, pero que pierda ya no tanto: es una prueba más de que estás involucionando desde que Peter Lim cogió la propiedad y la hizo a su imagen y semejanza: ausente. El sábado, al acabar el partido, un Jaume Costa, que es todo honestidad y profesionalidad, decía unas palabras que han pasado desapercibidas, pero que dan muy buena muestra de qué se está forjando en el seno del equipo: decía algo así como que la liga es muy difícil, porque aprietan los de abajo y los de arriba y todos van mucho. No le falta razón, porque el campeonato español tiene eso, a pesar del antideportivo reparto de los derechos televisivos, aunque con respecto a otros equipos a ti te favorezca. La cosa está en que, hace unos años podíamos decir que la liga está difícil de ganarla porque los equipos más ricos están fuertes, o porque nos cuesta sacar los puntos fuera de casa, o porque nos ha faltado más contundencia frente a los rivales directos. Todo este argumentario ha desaparecido de nuestras conversaciones: no somos ya un equipo grande, hay que reconocerlo. A estas alturas no podemos mirar la liga ni cuando se pone medianamente a tiro porque ninguno está barriendo sobre el terreno de juego y los Barcelona y Madrid (o incluso el Atleti) no acaban de arrancar. No, no estás ahí: no lo has estado en muchísimos años, en realidad. Estás lejos, muy lejos, de llegar, pasado el ecuador de la liga, y preguntarte por qué no se puede luchar por el campeonato ese año. Te está viniendo justo para clasificarte para la Champions, a pesar de tener el cuarto presupuesto más alto. Luego te clasificas y te está costando pasar la fase de grupos, no porque te encuentras con rivales mucho más fuertes que tú, sino también porque sigues sin imponerte ante aquellos que, en teoría, son inferiores y que, en verdad, no lo son.
Esta, queramos o no, es la ineludible realidad de una involución que no ha tocado fondo. Los clubes tienen ciclos, como bien lo demuestra la historia y tampoco sabemos a qué nos tocaría enfrentarnos el día de mañana: quizá el Valencia CF da un paso adelante y comienzan los resultados a reforzar el proyecto, se consolida el club, se deja de vender y de comprar sin mucho criterio y, sobre todo, se deja de celebrar cada victoria como si hubieses ganado la final de copa o dejas de sentir cada derrota como si la hubieses perdido esa final. Demasiada histeria, demasiada ansiedad, demasiada sensibilidad con todo. Deberíamos pensar por qué estamos así, por qué llegamos a ese punto de permanente malestar y qué nos causa esta sensación: yo no sé si os pasa, pero cuando me pongo a ver al Valencia CF siempre se me queda un sabor un tanto agridulce, como de insatisfacción, por lo que sea: quizá has ganado sin merecerlo y por un golpe de suerte, quizá te han tirado más de veinte veces a portería y tú has acertado a meter la que tenías y se acabó; quizá es que hemos tirado a la basura la primera parte, o la segunda, o incluso el descanso si me apuras; quizá es que nos falta un recambio para este o aquel; quizá es que no ves fútbol, sino solo un ímpetu profesional del equipo, que da para lo que da, pero que no es garante de triunfos; quizá es porque, a pesar de la victoria, no me creo este proyecto, quizá es que cuando veo que un jugador comienza a destacar sé que dejará de jugar en mi equipo más pronto que tarde, etc. Si a todo esto le uno el desconcierto de la dirección del club, a lo mejor encuentro la respuesta.
Sin duda, lo que tengo claro es que jugar finales sin premio de verdad desgasta emocional y psíquicamente y llevamos años ya jugando cada fin de semana una nueva. Y cuando hay competición europea, también entre semana. Así siempre, sin una propuesta de club, integral, que permita que el futbolista no se sienta solo ante el peligro de afrontar esas mismas finales, y con una afición que ya se ha aburrido de estar siempre en la cuerda floja cada jornada, a ver qué tal sale el día hoy: la gente acude a Mestalla o se sienta delante del televisor o se pone la radio con la sensación de que la cosa siempre suele tender más hacia lo malo y que la desgracia es más fácil que caiga de tu lado ¿victimismo? No lo creo: la actitud que uno tiene genera consecuencias, eso que se llama la suerte. Si tienes una actitud ganadora, firme y equilibrada, la suerte suele sonreírte. No hay más, pero a este equipo le veo tristeza en la mirada, quizá porque juega demasiadas finales sin títulos.