VALÈNCIA. No soy aficionado a la Playstation, en particular, ni a las videoconsolas y videojuegos, en general. Siempre lo he achacado a que yo crecí a golpe de interminables partidas de pinball en los recreativos de mi barrio, que podían acabar, después de un arrebato de leve violencia contra la máquina, con la fatídica “tilt”, la primera palabra que aprendí del inglés. Sin embargo, muchos amigos y compañeros de generación son practicantes aventajados de los juegos de ordenador y, en ocasiones, me han invitado a echar una partida con ellos, aunque solo fuera para probar, en simuladores de encuentros de fútbol. Pero mis habilidades como videojugador de fútbol se resumen en goleadas inmisericordes en contra y la sensación de que, en mi equipo, juegan once Diakhabys y en el del contrario, once Messis.
Mi limitado conocimiento de este tipo de disciplinas de sofá no me ha impedido darme cuenta de que los videojuegos de fútbol buscan, desde hace años, parecerse a la realidad, reproducir de forma virtual lo que sucede en un terreno de juego de la vieja normalidad, con futbolistas cada vez más semejantes a sus referentes de carne y hueso y un público gritón y animoso que caldea los partidos como si se trataran de finales de torneos importantes. Con la nueva normalidad, este fútbol que llevamos padeciendo una semana (y digo padeciendo porque disfrutar no se disfruta demasiado) intenta cada vez parecerse más al fútbol de la Playstation, probablemente porque es la mejor manera de asimilarlo desde el televisor de casa cuando no hay muchos más alicientes que el resultado final, el ambiente parece sacado de una sitcom chunga y los árbitros toman decisiones que no son contestadas por nadie de forma inmediata.
El fútbol en esta situación especial es una extraña burbuja que forma parte de la programación televisiva, un apunte más en la agenda de los periodistas deportivos que pueden acceder al evento (no todos, porque las radios locales siguen padeciendo la tiránica dictadura de Tebas y están vetadas por peregrinas razones de seguridad) al mismo nivel que la presentación de unas botas nuevas o la inauguración de un simposio sobre nutrición para deportistas de élite. Si, por una catástrofe catódica, la televisión no pudiera retransmitir los partidos, la liga sería una actividad casi clandestina.
Es una lástima, porque la crisis del coronavirus era una buena oportunidad para replantearse un negocio (y un deporte, no lo olvidemos) cada vez más alejado de la sociedad que lo sustenta. De la misma forma que todos hemos aprendido algo de estos dos meses de encierro obligado por culpa de un enemigo minúsculo y letal, el fútbol debería haber reflexionado sobre su conexión con la realidad, sobre su identidad, más allá del gélido e impersonal objetivo de generar dinero y fabricar millonarios paletos cuya única virtud es dar patadas a un balón, por muy bien que lo hagan. Pero el empeño de encerrarse en esa burbuja dotada de todas las medidas profilácticas con el único fin de acabar el campeonato a cualquier precio, aun a costa de los aficionados, ha demostrado, una vez más que el fútbol, como la clase política o la casa real, está muy lejos de lo que sucede en la calle.
Solo unos pocos valientes han entendido que el mundo ha cambiado y que el fútbol no puede seguir su camino ajeno a él. Futbolistas como Keita Baldé, delantero del Mónaco, que ha pagado de su bolsillo el alojamiento de los africanos que llegaron para trabajar en el campo ilerdense y, con ello, ha destapado las vergüenzas de una sociedad que los trataba como esclavos, o como Marcus Rashford, delantero del Manchester United, quien ha promovido una campaña para que no se retiren las ayudas a los menores de familias en riesgo de exclusión y ha conseguido que el Gobierno de Boris Johnson recule en ese tema, son desgraciadamente la excepción. O entrenadores como Mendilíbar, el único que ha alzado la voz contra la aberración de jugar sin público. El resto continúa en su burbuja millonaria, cada vez más lejos de quienes, al final, acaban convirtiéndolos en héroes.