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OPINIÓN

Hazañas sin premio

1/02/2019 - 

VALÈNCIA. El 10 de diciembre de 2011 empecé una nueva vida. Después de una serie de catastróficas desdichas, que me dejaron sin trabajo, sin pareja y casi sin amigos, me vine a Barcelona a vivir y el único vínculo que quise mantener con la ciudad en la que nací y crecí fue el pase del Valencia.

Lo hice fundamentalmente por dos razones. La primera era puramente sentimental, era socio (y luego abonado y accionista) desde los cinco años de edad y, aun en la distancia, podía permitirme un vínculo, aunque caro, con el club que estimo. La segunda tenía que ver con la esperanza de poder asistir, de vez en cuando, a partidos memorables, esos que recuerdas nítidamente muchos años más tarde aunque hayas olvidado su contexto y sus circunstancias. En mi caso, hay uno que permanece en mi memoria como si se hubiera jugado ayer. Pero, de hecho, se jugó hace casi 40 años, en abril de 1979, y correspondía a la vuelta de los octavos de final de la copa. El partido tenía pinta de ser un puro trámite, tras un ignominioso 4-1 en el Camp Nou mes y medio antes (cosas que tenía y tiene la Copa), pero el Valencia acabó remontando en una noche tan gloriosa como inesperada.

Un año después de trasladarme a Barcelona, no renové mi pase. La economía devoró el romanticismo y opté por invertir ese dinero en ver al Valencia cuando venía a Cornellà o el Camp Nou. Mis sobrinos Ángel y Luis heredaron, de alguna manera, mi lugar en Mestalla, y, como tales, han sido testigos de una de esas fases de la historia del Valencia que se recordarán en colores grises, con más decepciones que alegrías, pruebas para demostrarse a sí mismos, aunque quizá no lo sepan, que ser del Valencia es algo más que una elección eventual. Yo los he acompañado cuando he podido, muchas menos veces de las querría, casi como una forma de recordarles que el sentimiento no se olvida, pese a que vivas a 350 kilómetros del lugar en el que se generó.

El pasado martes, el padre de Ángel y Luis me mandó una foto de sus hijos celebrando la explosiva remontada ante el Getafe. Se les veía felices, extasiados, conscientes de que vivían uno de esos momentos que, como aquel partido de hace 40 años para mí, recordarían mucho tiempo. Pensé entonces que esa generación que tiene entre 8 y 14 años, que ha vivido el valencianismo desde la tristeza de ser un equipo en el que los títulos, las gestas, pertenecen a un pasado que no conocieron, merecía un instante de gloria así. Viven en tiempos jodidos, en los que lo fácil para un niño es ser del Madrid o del Barcelona, en que es más fácil encontrar una camiseta de Messi o de Ramos que de Carlos Soler, pero ellos han elegido ser del Valencia, probablemente, y es mi cuota de autobombo, porque yo he intentado transmitírselo, aun desde la distancia.

No sé si el partido contra el Getafe servirá para algo, porque las gestas memorables no siempre son útiles. La generación anterior a la de mis sobrinos vivió la remontada ante el Basilea que, semanas después convirtió en polvo un tal Mbia, como los ahora treintañeros y cuarentones vivieron aquella locura de descuento ante el Madrid, en enero de 1992, en una liga en la que el Valencia acabó cuarto. Hazañas sin premio, en definitiva. Pero nadie le quitará a Ángel y Luis, y a los miles de niños que son como ellos, la dicha de haber asistido a una noche histórica que reforzará para ellos la convicción de que ser del Valencia es algo único. Solo por eso, habrá valido la pena.

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