Espoleado por un cuerpo técnico tan democrático como inclemente, los jugadores han caído repentinamente en ese momento cumbre de una trayectoria en la que se define tu propia historia
VALÈNCIA. Confusión. La mayoría de cronistas y columnistas del reino de Valenciastán nos hemos quedado en estado de shock, instalados todavía en una transición con la que lograr entender cómo, si hace un par de telediarios clamábamos el desastre del club, ahora celebramos que todo va bien y el Sevilla, el Borussia y cualquier entidad que se preste quiere parecerse al Valencia y al Tottenham (me encanta cómo José Ramón de la Morena lo pronuncia: Totenjiam).
Nos pasa como a los economistas listillos que sepultadas sus previsiones por la realidad intentan encontrar rendijas con las que justificar que ellos ya lo advirtieron. No, no advertimos todo esto, no advertimos que iba a cambiar todo tan rápido, no advertimos que en pleno octubre la felicidad empaparía las paredes de Mestalla. ¡Cómo lo íbamos a advertir! Ni falta que hace. La imprevisibilidad del fútbol, su contradicción permanente, lo engrandece y nos pone en nuestro sitio. Puede que se tratara de algo tan simple como fichar a un buen director y a buen entrenador, pero no bastaba con eso ni es solo eso. No, no es que todo esté bien, pero hay cosas fundamentales que van tan bien...
Hemos tenido que acostumbrarnos de nuevo al género de la epopeya, a escribir a golpe de goleadas. No es sencillo, claro.
Más allá de microanálisis a este equipo le ocurre algo: tiene mucha hambre. Espoleado por un cuerpo técnico tan democrático como inclemente, los jugadores han caído repentinamente en ese momento cumbre de una trayectoria en la que se define tu propia historia. Neto y su reivindicación tras ser suplente en la Juve; los centrales buscando recuperar viejos estatus; Parejo redefiniendo su condición capital en el club; Zaza y Kondogbia resituándose como piezas de reputación europea; Rodrigo demostrando que es quién una vez se creyó que era; jóvenes como Guedes y Soler dando muestra de su prodigio.
Ayudados por un contexto a favor, por una machacona construcción táctica y algunos giros azarosos, el hambre individual ha conjuntado una voracidad colectiva con poca comparación en LaLiga.
Como Marcelino apuntó a su entorno (novedad: el entrenador no para de lanzar mensajes discretos que acaban cumpliéndose) la desazón de las últimas temporadas podía ser la verdadera palanca para configurar un tiempo nuevo marcado por las ganas de cambiar la ruta del club.
Varios detalles. Guedes y Zaza tal que Saturno devorando a un hijo. Frente a unos valencias precedentes fofos y caídos, sin carácter, hay tipos empujando cueste lo que cueste, se sufra lo que se sufra. Llegan goles a pares porque este equipo tiene la comisura de los labios bien húmeda a base de salivar, obtiene su placer castigando los errores contrarios. Es capaz de camuflarse en el estilo de juego del adversario (Betis, Real Sociedad, juguemos a marcar muchos goles) para tumbarlos en cuanto aquellos se crecen. Si el rival se rinde de primeras y tan solo recurre a la patada, acaba haciéndolo trizas. Next.
Escuchar la sonoridad de Mestalla, como dejando caer un trueno cada vez que el equipo proyecta una contra, es la constatación de que la isla de Ítaca soñada, reclamada queja tras queja, es justo este destino. Valenciólogos, ¿ahora entendéis porque este estadio viejo reclamaba más? No son solo los resultados, es la verticalidad, la intensidad frenética, el hambre, siempre el hambre.
Al igual que no éramos capaces de pronosticar hace tres meses que veríamos todo esto, tampoco podemos ni suponer hacia dónde irá, qué le pasará a este equipo en tres meses. No es demasiado importante imaginarlo. Una militancia, más que de regularidad, se alimenta de grandes momentos. Escuchar cómo Mestalla salía el sábado pasado por los vomitorios, hecho solo un cuerpo, gritando festivo, como la manada que acaba de abatir la presa, es un primer trofeo. Qué hambre.