VALÈNCIA. No soy muy de llorar a los muertos en las redes sociales, salvo que me toquen muy hondo. Pero el día que conocimos la muerte por cáncer de Michael Robinson, puse un tuit sin grandes pretensiones: “Sería de ley hacer un ‘Informe Robinson’ sobre Michael Robinson”. Y se hizo viral.
El mensajito tuvo 11.000 interacciones. Se multiplicaban los ‘likes’ y los retuits por momentos. Mucha gente se sumó entusiasmada a la demanda. Miles de personas estaban de acuerdo y otras hilaban el tuit con un comentario propio en el que, de manera espontánea, hablaban de que era de justicia rendir un homenaje con un documental que formara parte de la serie que Robinson creó; la mejor, en materia de deportes, que se ha hecho en España.
Ya se ha contado por todas partes su historia como futbolista. En Inglaterra, con su devoción por el Liverpool que viene desde que era un niño y sus padres gobernaban una casa de huéspedes en Blackpool. Y el fichaje por el Osasuna y cómo casi se vuelve loco en un hotel de Heathrow buscando en un mapa dónde estaba aquella dichosa ciudad llamada Osasuna. Allí, en Pamplona, duró dos telediarios y una rodilla maltrecha lo sacó de la cancha con apenas 31 años.
Daba la sensación de que todo se acababa demasiado rápido, pero, en verdad, era al revés: se aceleraba su inicio como estrella de la televisión, mucho más relevante que como futbolista. Alfredo Relaño lo captó un año después para trabajar en Canal Plus, donde se unió a Carlos Martínez para formar la pareja perfecta en las retransmisiones balompédicas. En este nuevo canal comenzó a presentar ‘El día después’, un programa ligero sobre fútbol que lo cambió todo.
Robinson había estado en el Mundial de Italia 90 y allí, en aquellos estadios repletos de forofos de diferentes países, hinchas venidos de todo el mundo, gente con la cara pintada, vestidos de forma curiosa, enarbolando una bandera y, sobre todo, emocionados con un deporte, descubrió que lo que había en la grada también merecía ser contado.
‘El día después’ encontró un enfoque virgen para el fútbol y enganchó a una legión de telespectadores que se deleitaba cada lunes con las curiosidades de la jornada.
Hace unos años entrevisté a José Larraza, entonces responsable de contenidos de Movistar Plus, para recordar que ‘El día después’ había creado la costumbre en el fútbol, después extendida a otros ámbitos, de hablar tapándose la boca. Una muestra del profundo calado del programa.
Pero yo no admiré a Michael Robinson, inglés de ascendencia irlandesa por la vía materna, por el fútbol. Mi gratitud se la ganó con la creación de ‘Informe Robinson’, la octava maravilla para alguien que ama las historias humanas que arroja el deporte casi por encima del propio deporte. Porque me interesa mucho más conocer en profundidad a Iñaki Ochoa que verle escalar. O entender la importancia de que las nuevas generaciones vean quien era aquel divertido espagueti llamado Manute Bol, que nos atrajo a todos los aficionados al baloncesto en cuanto lo vimos en un partido de la NBA. O lo necesario que fue que mostrara a los españoles la gigantesca grandeza de Severiano Ballesteros, adorado e idolatrado en el Reino Unido y casi desapercibido en España.
Informe Robinson, que sabía meter la mano hasta el fondo de las historias de cada deportista, que me descubrió a personajes de los que no había oído ni hablar, que mostraba la belleza en cada plano, me enamoró. Cada nuevo documental era una alegría, un regalo. A él le gustaban todos, obvio, pero recordaba con especial cariño el que dedicaron a Carolina Rodríguez, una gimnasta a la que intentaron sacar de la gimnasia rítmica por vieja... a los 21 años. Hija de padres sordomudos, no encontró en León un pabellón donde poder lanzar al aire el aro o las mazas, así que acabó en una antigua iglesia con altura de sobra para entrenarse.
No sé cómo sería en el cuerpo a cuerpo, pero transmitía la imagen de un tipo noble y sencillo. Una humildad que le hizo esperar aterrado el estreno del Informe Robinson sobre el triunfo de España en el Mundial de 2010. Michael tuvo el olfato suficiente para prever el triunfo de La Roja y comenzó a preparar el documental con cuatro meses de antelación. Su temor era que la gente pudiera criticar que fuera un inglés el que hubiera ido a desmenuzarles el éxito más relevante de la historia del deporte español. Pero el día que se emitió y su hijo Liam le llamó diciéndole que le había encantado a la gente, se echó a llorar.
“Todos los de Informe Robinson teníamos claro que tenía un Informe Robinson”, nos tranquilizó el subdirector del programa, Luis Fermoso, horas después. Le hicieron la última entrevista el 15 de abril. Ahí hablará con ese castellano imperfecto. Porque después de más de 30 años seguía con sus cosillas en el idioma del mismo modo que dominaba el refranero castellano. Cuenta Sid Lowe en ‘The Guardian’ que Robinson no entendía que no fuera español, de tan bien que había encajado en nuestro país, así que decidió explorar su pasado, seguir el rastro de sus ancestros. Hasta que llegó a 1732 en la isla de Cork, donde casi todos son pelirrojos llenos de pecas. Salvo una minoría, descendientes de la Armada, marineros de Galicia o Cádiz. Y ahí, con esa sonrisa franca que tanto mostraba, reconoció que lo tenía clarísimo: “Yo debo ser de Cádiz”.