opinión

La euforia compartida

3/05/2019 - 

VALÈNCIA. Hace unos años descubrí uno de mis libros de cabecera, 'De qué hablo cuando hablo de correr', de Haruki Murakami. No soy runner, de hecho soy de los que piensa que correr es de cobardes y soy incapaz de correr durante más de 200 metros si no me persigue alguien o tengo mucha prisa en llegar a algún sitio, pero el excelente ensayo del escritor japonés, en el que explica partes de su vida, cómo afronta el proceso creativo de la escritura y su pasión por las carreras de fondo, me sirvió de mucho para aplicarlo al deporte que practico de forma habitual: la natación.

Nado desde hace más de 25 años, pero no fue hasta mi llegada a Barcelona que empecé a nadar en el mar. Lo hago siempre en compañía de mis amigos, gente que siente la misma pasión que yo por deslizarse por el agua salada y recibir ese chute de adrenalina que el solo el mar puede darte cuando lo atraviesas. Hace cinco años, empezamos a inscribirnos en travesías a nado y hemos acudido a decenas de ellas, no por competir, que no ganamos nunca, sino por el afán de superarnos a nosotros mismos y, ya puestos, pasar un buen rato juntos. El momento culminante llega siempre al final de la travesía, cuando tus amigos más rápidos te esperan para recompensarte con un abrazo, el mejor premio que se puede ganar, mucho más valioso que una medalla, un podio o el reconocimiento público de que has ganado una carrera. Es un momento de euforia compartida sin igual, en el que sabes que todo el esfuerzo ha valido la pena.

Esa euforia compartida solo la he sentido, además de en la práctica del deporte, en los campos de fútbol cuando gana el Valencia. Ver un partido en soledad (algo que desgraciadamente he tenido que padecer en demasiadas ocasiones) te hurta ese instante mágico en el que un gol rompe todas las barreras privadas y te abrazas con quien tienes al lado. Porque no es lo mismo abrazar a un desconocido que hacerlo con alguien a quien quieres, que ha compartido contigo alegrías y tristezas, y que está allí, en ese momento, sintiendo lo mismo que tú. Un gol, un título o una remontada unen para siempre porque, con el tiempo, recuerdas no solo cómo fue la jugada que produjo el estallido de alegría, sino con quién estabas cuando lo celebraste. Poniéndome en plan cochino, que ya sabéis que es lo mío, es la diferencia entre hacer el amor con otra persona y masturbarte; en términos físicos, el resultado final es el mismo, pero ni lo sientes ni lo recuerdas igual.

Hemos vivido un año lleno de euforia compartida gracias al Valencia. Casi una decena de goles en los últimos minutos o en el tiempo de descuento nos han hecho repartir más abrazos a conocidos y desconocidos que un político en campaña electoral. Y, lo mejor de todo, ninguno de ellos ha derivado en el coitus interruptus que provoca el VAR cuando anula un tanto después de haber sido celebrado con profusión. Pero nos queda lo mejor. Si la cosa sale bien, el gol de Piccini ante el Huesca, el de Guedes en Krasnodar o el doblete final de Rodrigo ante el Getafe quedarán en leves y secundarios recuerdos comparado, por ejemplo, con un gol en el minuto 93 que elimine al Arsenal (escribo esto antes de que se dispute el partido de ida en Londres) en una jugada embarullada. Y ahí, la euforia compartida también lo será por Marcelino corriendo por la banda, y hasta por Mbia, donde quiera que esté, viéndolo en su casa por televisión.

Siempre digo que ver amanecer en el mar con mis amigos nadadores crea un vínculo indeleble con quienes vives ese momento único del día. Un gol, mucho más.

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