VALÈNCIA. Fue emocionante la despedida de Sam Van Rossom, un jugador del que todo el mundo habla bien. Yo no lo conozco, pero me alegraba verlo venir en bicicleta a desayunar muchas mañanas al lado de mi casa, en Ruzafa, con su mujer. A veces lo veía con otra gente. Imagino que familiares o amigos que acudían a visitarle a València. Porque, claro, el base se ha tirado diez años aquí. En lo deportivo lo conozco bien. He sido su primer admirador. Desde antes, incluso, de instalarse en la ciudad, en aquel cruce de play-off, cuando aún jugaba en Zaragoza, donde le dio un baño al Valencia Basket.
Tiene mérito que una gran parte de la afición se mantuviera en su sitio, sin salir corriendo, horrorizada, después del patético partido del Valencia Basket ante el Barcelona en el segundo choque del play-off. Porque fue de los finales de temporada más tristes que recuerdo. Pero no, la gente se quedó para regalarle al belga la ovación que se merece. Fue un aplauso largo e intenso que se clavó en el corazón de uno de los mejores jugadores de la historia del Valencia Basket.
El miércoles, casi para cerrar el círculo -eso será cuando se retire su camiseta con el número 9-, el club le brindó un bonito homenaje donde medio mundo le dedicó un vídeo. El club ha mejorado mucho en este tipo de ceremonias en los últimos años y era algo que le hacía falta. El acto, además, lo cerró Samy con una frase lapidaria: “No llores porque terminó, sonríe porque sucedió”.
El club anunció el martes que despedía a Chechu Mulero y el jueves envolvió en celofán la marcha de Sam Van Rossom, el guía de este equipo durante diez años en los que hubo un pico inolvidable, el título de Liga de 2017. Y así, con alguna baja sonada más que vendrá, me da la sensación de que se cierra una era y empieza otra.
Enric Carbonell ha tenido la valentía de tirar a Mulero, que llevaba casi veinte años en el club, primero como asistente y luego como director deportivo. Creo que ya no tiene sentido debatir sobre si ha sido bueno o malo. Creo que en una trayectoria así de longeva, como no podía ser de otra forma, ha habido de todo. Él, que se has desvivido en su trabajo, montó este equipo espantoso que ha tirado a la gente del pabellón esta temporada. Pero él también estuvo detrás del equipo de fantasía que bailó al Madrid en la final de la Liga ACB de 2017, el año que el equipo desplegó el mejor juego que yo he visto nunca en la Fonteta.
Ahí, curiosamente, creo que empezó el declive del Valencia Basket. Después de muchos entrenadores -buenos entrenadores, ojo- que no cuajaban en el pabellón de la Fuente de San Luis, el club encontraba al hombre ideal, al entrenador que hacía ganar al equipo y disfrutar a la afición. Pedro Martínez era el técnico perfecto y el club lo dejó escapar en una decisión tan incomprensible, por muchos enfrentamientos que tuviera ese año, como devastadora para el conjunto taronja. Luego vinieron otros entrenadores, nuevamente buenos entrenadores, pero tampoco supieron anclarse en una ciudad complicada donde sólo Miki Vukovic, Pedro Martínez, Neven Spahija y Svetislav Pesic, y en un segundo escalón Velimir Perasovic y Paco Olmos, lograron triunfar.
Carbonell, que es el director general del club, da la sensación de que cuenta con toda la confianza del patrón, Juan Roig. ¿Pero tiene la autoridad y el arrojo suficientes para encabezar una revolución en un club en el que todos empiezan a mirar ya de reojo hacia el fastuoso Roig Arena? El nuevo pabellón estará acabado en 2025 y eso ha puesto en marcha una cuenta atrás que angustia a muchos porque no se consigue dar con la tecla para formar un equipo capaz de fidelizar, como sí ha conseguido el cuadro femenino de Rubén Burgos, a la afición.
Yo, y ahora hablo como aficionado, he ido a cinco partidos del masculino esta temporada -muchos más del femenino-. No he ido a más porque me aburría soberanamente y algunos sábados me apetecía más irme al cine que al baloncesto. Y otros días, con la Euroliga, he preferido verlo por la tele que perder casi tres horas yendo a la Fonteta una noche entre semana. Así que, cuando llegaba a mi cuenta el cargo de cada mes por mis dos pases, me hacía la misma pregunta: ¿Me compensa seguir pagando?
Conozco a varios aficionados que se van a dar de baja, una dinámica terrorífica a dos años de la inauguración del Roig Arena. Juan Roig no se puede permitir medias entradas después de la generosa inversión que ha realizado. Y creo que la forma de impedirlo es incendiar la Fonteta antes de abrir el Roig Arena. Quiero decir, arrasar con casi todo e iniciar un nuevo proyecto, más ambicioso, sin parches ni remiendos, que permita cambiar de casa con una legión de seguidores.
Eso va a ser difícil porque la primera gran decisión del club fue regalarle tres años de contrato a Chris Jones. El base estadounidense con pasaporte armenio encabeza, para mí, el declive sufrido por el equipo esta temporada. Puedo estar equivocado. El día del último partido me quedé boquiabierto al ver que la afición lo tenía casi como a un ídolo. Y donde yo veía a un base incapaz de hacer jugar al equipo, el público veía a su líder. Jones, eso es indiscutible, es un virtuoso, pero me temo que lo suyo no es hacer mejores a sus compañeros.
Esto es lo que hizo durante diez años Sam Van Rossom. Y eso, creo, es lo que haría Martin Hermansson, pero me temo que puede acabar saliendo por la misma puerta del belga, la misma por la que pueden desaparecer Klemen Prepelic, Bojan Dubljevic y Jasiel Rivero. En pocos pronósticos escucho el nombre de Álex Mumbrú, primer responsable de esta temporada nefasta. Yo, que ya sólo soy un modesto aficionado que ni siquiera anima, creo que hace falta un incendio y traer a un referente del baloncesto europeo -ya sea director deportivo o entrenador- que cambie el pésimo rumbo del equipo a dos años del estreno del Roig Arena. Alguien con autoridad para liderar la revolución que insinúa Carbonell. Se lo merece el mecenas, se lo merece el club y se lo merece la afición.