VALÈNCIA. Todavía me cuesta una barbaridad no pensar que con poquito más el Levante se hubiera salvado. Porque esta plantilla ha demostrado que por nombres y compitiendo es mejor que unos cuantos equipos de Primera División que han logrado la permanencia, algunos hasta de manera holgada. Me da mucha rabia y también entiendo perfectamente este final funesto porque estos parámetros necesarios encajaron muy pocas veces. Ni tampoco puedo evitar que me invada la sensación de vivir en una realidad paralela (creo que en ese carro estamos muchos): la de no entender que se celebraran lo más mínimo las dos últimas victorias ante Alavés y Rayo. Ni pizca de gracia sino todo lo contrario porque lo que prevalece es que si se hubieran dicho las cosas como Dios manda, cuando tocaba, ahora nos podríamos estar riendo de todo lo vivido. La realidad es que se ha ido a destiempo, a marchas forzadas. Lo de despedirse de la máxima categoría con dos triunfos no lo contemplo como una muestra de orgullo ni una forma digna de decir adiós. Ni haber sumado los últimos 12 puntos hubiera valido para seguir entre los mejores.
En tiempos de balance tras la conclusión de una temporada, y más cuando ha terminado en fracaso, es inevitable lamentarse por partidos y momentos determinantes. Cada uno tendrá los suyos y me faltarían líneas para desgranarlos todos. Para un servidor, la permanencia adquirió tintes de imposible (o casi) después de las derrotas injustificables, ambas en el Ciutat, contra el Granada (0-3, con Javier Pereira en el banquillo) y el 0-2 del Cádiz, ya con Alessio Lisci al frente, justo después de la primera victoria de la temporada contra el Mallorca, que por aquel entonces entrenaba Luis García, y que dejó en 27 las jornadas sin sumar de tres. Fueron dos golpes durísimos, junto a un montón de detalles que hubieran cambiado el destino: penaltis fallados, palos, goles encajados sobre la bocina o decisiones arbitrales adversas. De nada sirve. No hay excusa. Lo único que queda es asumir y corregir. Aunque duela, el fútbol fue justo con el Levante. Un equipo que encajó 76 goles no puedo seguir entre los mejores del fútbol nacional por mucho que marcara más dianas (51) que otros 13 equipos, entre ellos una Real Sociedad que jugará Europa (40) y solamente tres menos que un Sevilla de Champions.
Que un equipo que ha demostrado que puede jugar así, con esta convicción, esté descendido desde hace dos jornadas habla claro del descalabro que hemos tenido que soportar desde tiempo atrás y que se ha agudizado en esta campaña desastrosa. De los 8 puntos en la peor primera vuelta de la historia a los 27 de la tercera mejor segunda parte de la competición. Parece un Expediente X, pero las cosas no pasan por casualidad. El Levante irrumpió en una deriva peligrosa. Como ese temerario que conduce un Ferrari a 200 km/h, toma las curvas sin rebajar la velocidad y su copiloto le repite una y otra que eche el freno porque se van a estrellar… como así ha sido. Un club en una espiral de conformismo, que creía que por inercia iba a alcanzar sus objetivos, sin reconocer los errores de puertas para dentro, y que se escudaba en el factor psicológico como motivo principal, y sin tomar decisiones coherentes, para argumentar que no se daba una a derechas en el terreno de juego. Muchos meses con la misma cantinela, con un mínimo espíritu autocrítico, mirando hacia otro lado y con una fractura estructural impropia de un club profesional hasta la llegada de Felipe Miñambres, al que ahora le llega su momento: el reto de emprender esa reconstrucción por la que fue contratado después de un mercado de invierno dilapidado ante la ausencia de esa figura imprescindible.
El final de una temporada para el olvido fue para encadenar dos victorias consecutivas, algo que no sucedía desde hace un par de años (el 2-3 en Vigo y el 1-0 al Getafe en el destierro del Camilo Cano que cerró el curso 2019/2020). O para firmar tres goles fuera de casa en la primera parte de un partido en la máxima categoría siete años después (el 0-3 al Sporting de Gijón del 22 de noviembre de 2015). Fue el día que, además, Roger igualaba a Paredes como máximo realizador histórico en categoría profesional (75 goles). El Pistolero puede que alcanzara este registro en su último partido como granota, ya que su futuro en Orriols está en interrogante pese a que tiene contrato en vigor hasta 2024, aunque con una cláusula para marcharse cedido si hay un club de superior categoría que le aguanta sus emolumentos, lo que obligaría al Levante a mantenerle su salario de Primera en Segunda para seguir disponiendo de él.
El nombre de Roger está señalado en rojo como uno de los exponentes por los que se puede hacer caja. No es por deseo sino por necesidad. Porque habrá decisiones dolorosas que no quedará otra que tomar. Ese es uno de los peajes de haber jugado con fuego y acabar quemándose. Si ahora tuviera que mojarme sobre el futuro de la dupla que hace once años ascendió de la mano del filial al primer equipo para dejar su legado, apuesto por la continuidad de Morales. No es necesario recordar todo lo que ha dado un futbolista de leyenda como el Comandante y lo que le queda. Insisto en que no hay que jugar con su levantinismo y pensar que va a dar el OK simplemente porque haya repetido por activa y por pasiva que no se ve con otra camiseta que no sea la de su Levante. Hay que cuidar a tus valores más preciados. Y, por el contrario, creo que Roger saldrá, aunque no sabría decir ahora en qué condiciones. Ojalá siguieran los dos.
No hay tiempo que perder y hay mucha plancha, con muchos equipos dispuestos a cazar a bajo coste en Orriols por las consecuencias del descenso de categoría. Pero una cosa es la evidente necesidad económica y otra regalar, así como así, a tus principales activos. Los 10,4 millones de euros que hay que ingresar antes del 30 de junio para cuadrar números, la elección del entrenador o el futuro de referentes como Morales o Pepelu son deberes inminentes que van mucho allá de lo deportivo. Hay un componente social trascendental. Es un secreto a voces que habrá una regeneración profunda, que la limpieza es necesaria y que, sobre todo, hay que hacer todo lo posible para retener a las piezas que sostienen la conexión con la grada. El primer paso hacia el inminente ascenso es corregir las meteduras de pata y construir una estructura sólida y profesional, sin parches ni remiendos improvisados, en todas las vertientes de la institución. Y ese proceso tiene dos nombres propios: Quico Catalán y Felipe Miñambres.