VALÈNCIA. Empieza el partido. O la partida, según quién lo diga. Hay dos personas a un lado de la cancha y otras dos al otro. Puede ser un pabellón como el de la Fonteta para cinco mil espectadores, o una pista en un club con apenas nadie mirando. En función del lugar, situación, campeonato (o no), competirán, jugarán, cuatro mujeres, cuatro hombres, dos y dos, tres y uno… Y las raquetas o palas de pádel, con sus pelotas, en una cancha donde las paredes juegan, y la puntuación similar a la del tenis (aunque con la novedad padelera del “punto de oro” cuando se empata a “40” en un juego), con múltiples posibilidades de golpes y estrategias. Todos caben. Cualquiera, si juega con tres personas más de un nivel similar al suyo, se lo pasa bien, y puede además experimentar la adrenalina de la competición. Cualquiera, además, puede sentir que evoluciona constantemente aprendiendo nuevos golpes, estrategias, mejorando día a día si tiene una cierta constancia.
Además, está el tema social. La cervecita después de la partida. El conocer gente, el tener una excusa para pasar un rato agradable, el formar un grupo de personas con similares inquietudes… emociones, experiencias, compartir con otros, sentir que se evoluciona… donde no es necesario estar bien físicamente (o sí), porque eso depende de con quién se juega.
Y el “equipo” en el pádel: “El pádel es un deporte individual que se juega en pareja”, me dijo una vez Ricardo Ráccaro, uno de esos apasionados argentinos, propietario de una conocida marca, que está casi desde los inicios diría yo. Y es cierto que el pádel es un deporte de parejas, de “equipo de dos”, con todo lo que eso implica, pero que muchas veces ocurre que se juntan dos personas que apenas incluso se conocen y tienen que coordinarse para poder jugar ese partido, o partida. En el pádel profesional, por ejemplo, muchas veces pasa que cada miembro de la pareja tiene su propio equipo de trabajo (entrenador, psicólogo, preparador físico, fisio, nutricionista…) y se juntan en algún momento para entrenar conjuntamente y para las competiciones, con toda la coordinación que supone eso. Porque al final, con todo eso, se tiene que rendir al máximo nivel (en profesionales) o de entenderse (al menos) en amateurs.
El pádel, a nivel amateur, tiene esos ingredientes sociales, de mejora, de hacer ejercicio adecuado a las características, de poder competir y medirse, de colaborar con otro, de evolucionar, evadirse de “los problemas cotidianos”, de experimentar sensaciones…
El pádel, a nivel profesional, a nivel de máxima competición, tiene una exigencia psicológica o mental que a mí me resulta ciertamente apasionante. El propio marcador, similar al del tenis, y las alternativas al mismo, permiten incluso que se pueda ir ganando 6-0, 5-0 y 40-0 y aún perder el partido (casos “gordos” se han dado en este sentido), lo que obliga de alguna manera a gestionar el funcionamiento psicológico de la mejor manera hasta que se gana la última bola. Se debe entender con la pareja, con todo lo que implica de “miraditas”, mejores y peores momentos, decisiones dentro del campo. Existen muchos momentos psicológicamente intensos, donde una bola puede marcar decisivamente el rumbo del encuentro. Los descansos, las estrategias, el nivel de activación o el “pasarse” de vueltas o “no llegar”, estar pendiente de lo que toca o no; centrarse en exceso en el resultado o en el juego… hay muchos condicionantes que influyen en los aspectos o variables psicológicas y que, si se quiere alcanzar el mejor nivel se deben manejar adecuadamente. Y si a eso le añadimos que muchas veces cada jugador o jugadora es de “un padre y una madre”… Apasionante, sin duda.
La semana que viene nos visita a nuestra “terreta”, a Valencia, el que dicen es el mejor pádel del mundo. Buen momento para recordar todo lo que significa este ¿nuevo? deporte para muchos valencianos y valencianas, para mucha gente en todo el mundo ya. Buen momento, para recordar que aquello que nos apasiona nos hace sentir vivos. ¿Jugamos?
David Peris Delcampo