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opinión

La pata de palo de Piccini

5/04/2019 - 

VALÈNCIA. Aquel mediodía en Mestalla la gente estaba pensando más en el aperitivo, en marcharse a casa a comerse la paella, en rematar las compras de Navidad en ese domingo falsamente festivo, que en el partido que había ido a ver. El Valencia era incapaz de doblegar al colista, un Huesca recién ascendido que ya merecía ganar el partido desde hacía un rato. Al sufrido aficionado matinal solo le quedaba esperar que se consumieran los tres minutos de añadido que dio el árbitro y que el equipo volviera a empatar, dando cuerda a ese bucle que se repetía partido tras partido: el empate, lo merecieras o no. Y entonces apareció ella.

Era la última jugada del encuentro, un lance en apariencia inútil que serviría para refrendar la impotencia general. Pero ella apareció en el área, como caída del cielo, y le pegó al balón con toda la fuerza posible para que acabara en el fondo de la red contraria. Era una heroína inesperada. La pata de palo de Piccini obró el milagro. Hasta ese momento mágico, muchos creíamos que Piccini era el fichaje tonto de la temporada, el Andreas Pereira de este año, ese tío que te has traído, te has dado cuenta que no te sirve demasiado y lo tienes que poner porque no hay otro en su puesto, y sabíamos, porque lo habíamos comprobado con reiteración, que era un lateral de una sola pierna, de esos que llaman cojos los expertos en fútbol políticamente correctos. 

Aquella mañana de finales de diciembre cambió todo. Se acabó el fútbol por el 2018, el año del falso centenario, que acogió la efeméride de rebote, por el único mérito de iniciar la campaña de los 100 años. Se acabó un arranque de liga triste, melancólico, como muy portugués. Todos sabían que la cosa no funcionaba pero nadie protestaba con voz muy alta porque, de alguna manera, la mayoría confiaba en que un día el equipo acabaría por estallar. Y fue ese día, el día en que la pata de palo de Piccini llegó al rescate del equipo. 

Los que hayáis llegado a estas alturas del artículo estaréis pensando “este tío es imbécil, el Valencia encadenó dos derrotas consecutivas después de aquel gol”. Cierto, pero algo comenzó a cambiar en su seno. En Gijón, por ejemplo, Marcelino se hartó definitivamente del culo de Fatshuayi y lo mandó a la grada esperando que llegara la invitación de un palacio de cristal para llevárselo. Y después de aquella ignominiosa derrota comenzó esa imponente racha que se prolonga todavía, con una derrota en 21 partidos. Una derrota, por otra parte, que no tuvo trascendencia, pues fue en copa y se resolvió la eliminatoria en la vuelta. De repente, Parejo dejó de ser un futbolista lento que perdía el balón en zonas de riesgo para convertirse en el timón del equipo, Rodrigo empezó a ver puerta y a participar en la construcción del juego de ataque, la defensa comenzó a ser un fortín, y hasta los invitados menos esperados a la fiesta contribuyeron a crear esa atmósfera de fiesta que respiramos. Hasta Piccini parecía un lateral derecho de garantías y no Martín Montoya con tatuajes.

Y la culpa de esa transformación la tuvo la pata de palo de Piccini.

Por todo ello, la pata de palo de Piccini ha de ser el símbolo de la temporada del Centenario, el nuevo murciélago, la imagen que, en los próximos fastos, sustituirá, aunque sea en una foto cutre pegada a un banderín, al abanico de Jaume Ortí, ya muy deteriorado después de tanta celebración. Tardor y Cisco Fran han de componer canciones sobre ella, Paco Plaza ha de hacer una película de suspense y Rafa Lahuerta, una balada. La tenemos que llevar un cada procesión cívica que montemos para el 18 de marzo, su conmemoración tiene que dejar en una broma la traca del gol de Forment. Y, ya puestos, bauticemos al Nou Mestalla como el Pata de Palo de Piccini Arena y erijamos una estatua de bronce en la puerta del nuevo campo que sirva de lugar de peregrinación para todo el valencianismo incrédulo y falto de fe que nunca confió en que el futbolista menos indicado y su pierna mala nos hiciera volver a soñar.

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