VALÈNCIA. El deporte, para mí, es el vuelo interminable de la jabalina de Jan Zelezny. O una suspensión perfecta de Epi. O un pie en la escuadra de de Arpad Sterbik. El deporte, para mí, es Paquito Fernández Ochoa en blanco y negro, el ‘Hola’ de Barcelona 92 o un tren en marcha convertido en Lomu todo de negro. El deporte para mí, es un ‘aproach’ de Seve, un gol en el último segundo de Manel Estiarte o un remate en el cielo de Rafa Pascual. El deporte, para mí, es una volea de Pat Cash en Wimbledon, un demarraje de Joop Zoetemelk en el Tour o un puño al mentón de Arturo Gatti en el Madison. Y el deporte, para mí, es un interior de Valentino Rossi, un salto de Gervasio Deferr o el gol de Señor con gallo incluido.
Pero en todas esas pinceladas deportivas que me han venido a la mente siempre había una grada encendida, un grupo de espectadores, más o menos numeroso, vibrando con ese lanzamiento de Zelezny o esa pelea sin cuartel de Gatti. El puzle de la memoria deportiva nunca estaría completo sin los aficionados. Por eso, nuevamente para mí, que los pensamientos propios son de uno y de nadie más, una de las grandes noticias de 2021 es la vuelta del hincha a los estadios.
Porque el deporte sin público era un huevo sin sal, un polvo sin orgasmo, un museo cerrado. No dejaron de entristecerme esos partidos en los que se escuchaba el eco en la grada del aviso de un utilero al defensa al que le estaban ganando la espalda, o ese sprint sobre el tartán, con dos fondistas retorciéndose de dolor que no se rinden aunque no pueden más, sin que el público se desgañite mientras anima a su favorito, o ese triatleta que alcanza la meta y no encuentra manos que chocar. Hubo quien se acostumbró, pero a mí me resultó desolador ver esos Juegos sin alma, quién sabe si los más tristes de la historia -con permiso de Múnich-.
Imagino que también debió de ser duro, especialmente duro, para el deportista profesional que ha crecido entre hordas de gente y, de repente, un año pasa a actuar en silencio. Esa última posesión en una final de baloncesto sin escuchar un bombo o una bocina. Selecciones sin compatriotas cantando el himno. O putts decisivos rodeados de un silencio natural y no forzado por el público respetuoso y angustiado ante esa acción decisiva sobre el tapete del 18.
Antes de verano leí no sé dónde a un columnista que subrayaba el hecho de que Pedri, el último gran artista de Can Barça, estaba ya en las agendas de todos los clubes del mundo pero nunca había jugado con el Camp Nou abarrotado. O esa ala-pívot del Valencia Basket, la lituana Laura Juskaite, que fichó hace algo más de un año, jugó toda la temporada y se marcho sin haber conocido al aficionado de la Fonteta golpeando el suelo con los pies en un momento emocionante.
Hay quien cree que lo mejor de participar en el Maratón de Nueva York es recorrer esos barrios que ha visto en mil películas, cuando lo mejor, con diferencia, y más cuando te quedas vacío y sin fuerzas y no ves más allá del palmo de asfalto que tienes delante, es el público que te anima de manera incondicional sin saber siquiera de qué país eres. La muchedumbre que sale de sus casas para recibirte nada más bajar del puente de Verrazano y no te abandona hasta Central Park. Mediada la carrera, eso sí, dejas de verlos. De golpe, mientras cruzas de Queens a Manhattan, todo se vuelve oscuro y silencioso, pero saliendo ya del puente de Queensboro, un tramo francamente antipático, empiezas a escuchar una especie de zumbido. Ya vas cansado y tus sentidos, quizá, no estén al cien por cien. Pero lo oyes y cada vez es más fuerte. Entonces giras una curva, entras en la Primera Avenida y ves al gentío arracimado a los dos lados del recorrido gritando, ondeando banderas y, en definitiva, animándote. Y entonces, poderoso o fatigado, rápido o lento, flaco o gordo, todo da igual durante unos segundos, porque en ese instante, en ese preciso instante, tú te sientes la persona más importante del mundo.
Algo parecido sucede en València. Ya puede venir Eliud Kipchoge o la reencarnación del mismísimo Abebe Bikila, ya se puede batir un récord del mundo, dos o los que sean, pero para mí, y solo para mí, el principal valor del Maratón de Valencia Trinidad Alfonso EDP no es que el ganador haga 2h01 o 2h02, que también, ni que corran 20.000 o 30.000 personas, que también, para mí lo más grande de esta prueba es que decenas de miles de valencianos salen a la calle esa mañana, orgullosos de tener en su ciudad una de las carreras más importantes del mundo, y se vuelcan durante los 42 kilómetros animando a los corredores. Porque a Kipchoge o a un atleta capaz de bajar de las dos horas y tres minutos lo pueden convencer con un cheque en blanco, pero el apoyo incondicional de casi toda una ciudad lo logran muy pocos maratones en el planeta. Y recuperarlos es una noticia fantástica que me hace muy feliz porque durante muchos años, de adolescente, yo salía a la calle esa mañana y aplaudía a los atletas, mientras esperaba ver pasar a mi tío Fernando, y la gente cruzaba por al lado y me miraba como si hubiera visto un velociraptor.