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análisis | la cantina

Las pantallas nos van a matar

3/09/2021 - 

VALÈNCIA. Mis dispositivos electrónicos me anunciaron el lunes que el consumo semanal había descendido drásticamente. Y un par de días antes, el reloj me felicitó porque, por primera vez desde que estamos juntos, había alcanzado mi objetivo durante diez días seguidos en los que había dado una media de 25.000 pasos. Vacaciones. No hay otra explicación. Yo, si no tengo que trabajar, pierdo la dependencia del móvil y no paro de moverme. Corro, camino, paseo. Vivo.

Hace unos meses abrí la cantina para contar que estaba como una vaca. Cogí esta expresión del comentario literal que uno de mis mejores amigos le había hecho a otro refiriéndose a la última vez que me vio. “Ferches está como una vaca”, le soltó. A la gente le hizo mucha gracia el artículo. A mí no. Así que me propuse dejar de ser una vaca. De un día para otro se fue la fascitis plantar que me había martirizado los últimos años y, pudiendo volver a correr, los kilos se fueron cayendo poco a poco.

Ya no corro como corría. Nunca fui un podenco pero corría lo que me echaban. Ahora ya no. Corro poco y, sobre todo, despacio, pero le doy mucho valor a haber llegado a los 50 y no haberme rendido, como veo que han hecho muchos a mi alrededor. Así que voy al gimnasio y, además, dos o tres veces a la semana me calzo mis Hoka y salgo a rodar a ritmo de caracol pero mucho más feliz que otros con los que me cruzo, que solo tienen ojos para el cronómetro. Ya hace mucho que salvé la esclavitud del reloj.

‘The Lancet’, una revista médica con mucho prestigio, con casi 700.000 seguidores en Twitter, ha publicado una serie de artículos para poner de manifiesto que el sedentarismo está ganando en los últimos años el pulso que mantiene con la actividad física. La inactividad, estar postrado en un sillón, causa cinco millones de muertes al año. Y, además, provoca un gasto sanitario multimillonario.

La teoría nos la sabemos. Moverse es bueno. Para el cuerpo y para la mente. Pero no lo hacemos. Nos gusta más estar mirando una pantalla que salir a contemplar la naturaleza o, simplemente, a callejear, una de mis distracciones favoritas. Las pantallas nos están matando. Somos sus esclavos, como lo demuestra el hecho de que casi todos hemos adquirido el tic de sacar el móvil del bolso o el bolsillo en cuanto estamos solos o no más de cinco segundos parados. 

Muchas mañanas veo subir en la parada que hay debajo de la casa de mi madre a los adolescentes que van al British School de la calle Centelles. Suben en Matías Perelló y bajan dos o tres parada después. Se suben a un autobús atiborrado de gente para ahorrarse un paseo matutino de siete u ocho manzanas. Diez minutos caminando. El colegio, encima, queda entre dos paradas y muchos eligen la segunda -es decir, deciden bajar más tarde- porque queda un poco más cerca, solo un poco, que la primera.

El sedentarismo ha encontrado unos aliados impagables en la pandemia y el confinamiento. La recomendación de estar en casa más que en la calle, ha jugado a favor de la obesidad, que, a su vez, juega cruelmente en contra de los enfermos de la covid. Tengo amigos que casi agotaron los contenidos de Netflix durante el encierro, mientras otros hacíamos burdos intentos por mantener la forma en un piso de sesenta metros cuadrados. Porque estar gordo mata. Pero si encima coges el virus y tu cuerpo responde mal, te remata.

A mí me mata el teletrabajo. Cuando tengo mucho que escribir hay días que prácticamente no salgo de casa y acabo la jornada con dos mil tristes pasos, que, básicamente, los doy desde la mesa donde trabajo hasta la cocina, donde intento que no haya tentaciones.

‘The Lancet’ afirma que el 80% de los jóvenes no hace ni una hora diaria de ejercicio. Que el 40% de los escolares no va andando a la escuela. Y que uno de cada cuatro, después de haberse pasado el día sentado ante el pupitre, pasa más de tres horas sentado de nuevo. Es la digitalización de la sociedad. Cada vez tenemos más pantallas en casa y cada vez, en consecuencia, somos más sedentarios. Las niñas, menos que los niños. Y los españoles, menos que los europeos. Pero todos, unas y otros, españolitos y europeos, avanzamos hacia un mundo donde unos gordos estarán sentados en cómodas butacas deslumbrados por una pantalla.

No hay encendidos grupos defendiendo esta causa. Nadie se pone delante de la Apple Store a insultarles. Ni se disfrazan de obesos mórbidos delante de Mediamarket. Nadie increpa a nadie en Twitter porque el prójimo se haya pegado el domingo un maratón de series. Pero el problema está ahí y es tan acuciante como el cambio climático o que maten a un toro bravo en el albero.

Durante las vacaciones llegué hasta Normandía y un día, corriendo abrazado por el fresco de la mañana, a las siete y media, avanzando con mi trote penoso hacia Mont Saint-Michel, contemplando esa abadía imponente que se eleva sobre un peñasco, entendí que eso era mi vida. Correr de manera saludable hacia un lugar con el que había soñado desde que era un niño flaco que nunca estaba quieto. Y allí, sobre la pasarela por la que solo un rato más tarde avanzarían las hordas de turistas para ponerle un nuevo ‘check’ al planeta, viajeros que eligen el lado interior de la curva, a la izquierda de la carretera, y dejan prácticamente desierto el exterior, a la derecha de la calzada, allí, digo, se encontraron el niño y el adulto, se dieron la mano y y sonrieron felices.

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