VALÈNCIA. Si uno se pregunta rápido qué puede provocar que un estadio planeado para 75.000 espectadores pase, en cuestión de quince años, a imaginarse para 45.000, lo más sencillo sería aplicar el mismo razonamiento por el cual uno aspira a comprarse un dúplex pero termina en un minipiso repleto de humedades: porque uno puede pagar lo que puede pagar. El Valencia también quería que Maradona estuviera presente en los fastos de la presentación de la maqueta del Nou Mestalla, pero no lo tuvo porque pedía demasiado.
Sin embargo, explicarlo todo en base a la quiebra y a las estrecheces económicas, sospecho que es quedarse a medias. Hay razones, incluso de más peso, que tienen que ver con la extinción del deseo de crecer como comunidad local y con un contexto bastante generalizado que prescinde del aficionado cercano como principal sustrato de la fuerza de un club.
Se podría elaborar una tesis sobre expectativas a partir de cómo el Valencia, al despertar el siglo, quería multiplicar su militancia. Tanto que su estadio se le quedaba pequeño y para ello necesitaba un recinto como los más grandes. La borrachera inmobiliaria iba acompañada de la fastuosidad del vicio del gigantismo. En ese deseo piramidal, en esa engañifa, habría que preguntarse si de verdad existía el deseo de hacer al Valencia más robusto o más bien lo que se pretendía es que el club estuviera a la altura de las pretensiones desmesuradas de sus propietarios.
La legendaria lista de aficionados queriendo hacerse socios sin tener cabida en el viejo Mestalla va a tener que seguir comiendo techo. El valencianismo, en estos últimos quince años, no solo ha visto cómo su club perdía su cierta solvencia y se metía en un embrollo sin solución. Sobre todo, lo que le ha ocurrido es que perdió su oportunidad de ensancharse socialmente y fruto de esa fallida fue haciéndose más pequeño. A diferencia de muchas otras instituciones que pasaron una travesía en el desierto para poder pagar su nuevo estadio, el Valencia la ha recorrido a cambio de nada.
No habría que descartar que en cualquier momento se proponga como plan maestro una mudanza al Ciutat de València, compartiendo estadio en la frontera con Alboraia.
Pero hay explicaciones que van más allá de la propia condición local. No es casual que el Milan y el Inter hayan encontrado recambio a San Siro con La Cattedrale, proyectado con una capacidad con 20.000 asientos menos. Muy posiblemente porque su anterior plaza estuviera sobredimensionada, pero también porque el tiempo desde 2007 hasta el 2022 ha traído el fin del crecimiento de los clubes a partir de la energía de sus estadios. El recinto pasa a tener categoría de flagship, de emblema con el que un club se muestra ante el mundo pero ya no como un emplazamiento capaz de fortalecer la comunidad local. Porque el estadio, simple y llanamente, da menos dinero que el resto de partidas y crecer en fans universalizados en lugar de en espectadores fieles es un negocio -en apariencia- mucho más rentable. La teoría del scroll infinito.
A todo esto, ¿de qué sería emblema el nuevo estadio? Me temo que de la cruel urgencia por acabar una obra para no tenerla abandonada.