VALÈNCIA. Sólo hace falta un breve viaje en el tiempo para describir el tránsito de la felicidad al fracaso sin más razón que el capricho de gente frívola. Hace un año aún sonaba en nuestras cabezas el estruendo de felicidad del Villamarín y la ilusión de afrontar una nueva temporada en Champions con la tranquilidad de tener a los mandos a un profesional cualificado para guiar la nave. Un año después hacemos matemáticas para ver si es posible entrar en la Europa League por los pelos, con la sensación de haber asistido a un despropósito de temporada y con el desasosiego que comporta comprobar que el futuro inmediato está en manos de quienes han perpetrado el fracaso. Mañana el valencianismo de bien volverá a apretar los dientes queriendo ver al equipo ganar en Sevilla aferrados a la última victoria aunque esta llegase ante un equipo descendido y jugando peor que él, porque el valencianista quiere ser optimista y mirar al futuro con un hálito de esperanza pese a que no haya demasiadas razones para serlo.
Suceda lo que suceda mañana, queda acreditado que la campaña ha sido decepcionante y que la expectativa de futuro no es mucho mejor. Habrá, con seguridad, un buen número de aficionados que -con la mejor Fe posible- volverán a ilusionarse a poco que les presenten un entrenador contrastado y que los pocos altavoces que le quedan a Meriton nos vendan las bondades de tres futbolistas de la ‘cuadra’ de Jorge Mendes. Pero, siendo importantísima la elección del entrenador y la reconstrucción de la plantilla, lo que tiene colapsada la viabilidad del Club ni es el banquillo, ni es el vestuario. Lo que realmente nubla el futuro es la manifiesta soberbia e incompetencia de un máximo accionista que, asistido por su mayordomo en Valencia, desafía reiteradamente el sentido común anteponiendo su obsesión por demostrar que el mando lo tienen ellos. No quieren entender que su autoridad se vería mucho más reforzada actuando con lógica y respeto y... no lo quieren entender porque se sienten más cómodos en el despotismo. No se dirigen a jugadores importantes de la plantilla antes de un partido crucial anunciándoles que no se cuenta con ellos porque no conozcan los códigos del fútbol. Lo hacen porque quieren recordarnos a todos que el Club es suyo y que harán con él lo que les parezca. Quieren restregarle a esos jugadores su tragicómico autoritarismo pasándoles factura por haber intentado proteger el vestuario de la estulticia de los mandatarios y no les importa que su arbitraria actitud provoque una devaluación de cara a su venta: les da igual.
El responsable de todo este desaguisado deshoja en Singapur la margarita del banquillo jugando a ser Dios. Los repetidos fracasos le deberían hacer ver que actuar de esa forma es construir la casa por el tejado y que la casa necesita cimientos para no volver a tambalease pero... le importa un pimiento. El sentido común invitaría a un ejercicio de humildad y marcar el prefijo de Palma de Mallorca para pedir disculpas y volver a contratar a quien podría cimentar un futuro prometedor pero... obviamente eso no ocurrirá y nos tocará contentarnos con una nueva ración de decisiones infantiloides por parte de una propiedad arrogante que impondrá su capricho por encima de la razón y que, además, nos hará callar si levantamos la voz.
Aunque hay quienes dicen que tenemos los que merecemos, yo no creo que el valencianismo merezca este tormento y, pese a que no veo ni el quién ni el cómo, espero y deseo que aparezca alguien capaz de poner freno a este disparate porque, siendo preocupante el ‘sin rumbo’ deportivo hacia el que nos llevan, me preocupa todavía más el clima de sometimiento que a ellos tanto les divierte y que a mi, particularmente, más me indigna y entristece.