VALÈNCIA. Hace un par de días me llegó una de esas notificaciones inquietantes al buzón que, en estas fechas, sólo pueden significar una cosa: que te ha tocado estar presente en una mesa electoral en los inminentes comicios del 28 de mayo. Una circunstancia que, en condiciones normales, no me supondría mayor problema: presidir la mesa, pasarme allí todo el día sentado cotejando y contando votos y ser uno más en la fiesta de la democracia es algo por lo que cualquier ciudadano responsable debe pasar en algún momento.
Pero la vida del periodista deportivo tiene, entre otras miles de desventajas, una que no tiene escapatoria. Trabajar en fin de semana es ese ‘pequeño’ inconveniente que tus familiares, amigos y conocidos nunca acaban de comprender ni asumir del todo, por mucha paciencia que emplees en explicárselo. La semana no acaba el viernes para nosotros. Y este año, justamente el día 28, era probable –de hecho, LaLiga confirmó el horario definitivo este martes- que se disputase en Mestalla un Valencia-Espanyol por todo lo bajo, a vida o muerte, con el descenso acechando y la agonía de Segunda asomando la cabecita. Y mi obligación es dirigir la retransmisión del partido en ‘El Matx’ con todo lujo de detalles. Ni tengo alternativa ni, tampoco voy a engañaros, estaría tranquilo conmigo mismo si no cuento ese duelo decisivo en primera persona.
Así que estoy de papeleos estos días con la Junta Electoral, explicando que soy un ‘pringao’ que trabaja los findes y que este 28 de mayo tengo obligaciones laborales inexcusables. Mientras rellenaba los formularios correspondientes, caí en la cuenta de que no es la primera vez que me sucede algo así: en 2019 ya tuve que pasar por un proceso similar porque había nada más y nada menos que una final de la Copa del Rey en Sevilla de la que hacer la mejor cobertura posible. Ya tenía viaje organizado, hotel pagado, la –codiciadísima- acreditación para aquel histórico FC Barcelona-Valencia… Una noche que no podía perderme por nada del mundo.
Entonces me golpeó cual mercancías soviético en plena tundra: sí, ya han pasado cuatro años. Arre, gos!
De unas elecciones municipales y autonómicas a las siguientes, el Valencia ha pasado de tocar el cielo de su último título oficial a vagar por las catacumbas del fútbol español, prisionero de un máximo accionista caprichoso y déspota que mantiene con vida a duras penas a la institución sólo para poder torturarla un poquito más.
Me vinieron a la mente las imágenes y los sonidos de aquella noche. El golazo de Gameiro. La cabalgada de Soler. El pundonor de Coquelin, dejando al mejor futbolista de la historia ‘seco’ y en la cuneta durante gran parte del choque. Las ganas de estrangular a Guedes cuando falló aquellas dos ocasiones sin portero. El pitido final, las lágrimas de los aficionados, las celebraciones en el césped, los abrazos con varios futbolistas en zona mixta tras el partido, la foto con la Copa mano a mano junto mi amigo Alberto Santamaría, la sensación de flotar sobre una nube…
Todos sabemos lo que sucedió en las semanas posteriores al 25 de mayo de 2019. ¿Para qué repetirlo? La historia y el valencianismo no tendrán piedad ni de Peter Lim, ni de Anil Murthy, ni de la plaga de chiripitifláuticos que apoyaron, defendieron y justificaron uno de los mayores actos de terrorismo deportivo en la historia del fútbol español. Porque con el recuerdo de los días de gloria vino también la memoria –necesaria- de aquel otoño de 2019 de infausto recuerdo. Hay quien desea pasar página de aquello, por conveniencia seguramente, pero esa precisamente es la fórmula para que semejantes tropelías se vuelvan a repetir.
¿Hemos olvidado ya las alabanzas exageradas, hinchadas y fuera de lugar a Albert Celades? ¿Las críticas furibundas a Parejo, Rodrigo, Garay y cualquier futbolista que osaba cuestionar la demolición indiscriminada que ellos estaban viviendo desde dentro? ¿Los elogios a Anil Murthy en plena pandemia, confundiendo –cosas del idioma, imagino- una política ‘de élite’ con una política etílica de fichajes? ¿Los aplausos a Meriton “por anticiparse a la covid” y por “ser responsable y gestionar a medio y largo plazo, algo que los demás clubes harán de aquí a tres o cuatro temporadas”? ¿La frase aquella de “seremos campeones de Liga en diez años”? ¿Las acusaciones y rajes a discreción a Mateu Alemany, Marcelino y colaboradores de llevárselos calentitos, de tener muchos ayudantes, de trapichear, de vacilarle al dueño con aquella rueda de prensa de los cangrejos?
No, no lo hemos olvidado.
Estos días, de hecho, recordarlo duele todavía más. Porque pasamos la vida comparando constantemente y, en el paralelismo entre las elecciones de 2019 y las de 2023, la situación no resiste comparación. Mientras al exyerno de Peter Lim lo trincan en Singapur por estar metido en un sindicato de apuestas ilegales, aquí seguimos teniendo a gente en esta ciudad que seguro encontraría una explicación amable o una disculpa si pillasen al máximo accionista en un renuncio similar. Y porque, guste o no, la decadencia del club en este ciclo electoral también es una medallita que muchos colaboracionistas de Meriton pueden lucir bien orgullosos.
En todo este tiempo, el Valencia ha pasado de mirar arriba, de volar alto, de soñar que no tenía techo… a mirar abajo, a vivir sufriendo y aferrado a la puerta del garaje para no caer al sótano del fútbol español. La situación ha cambiado radicalmente, pero hay cosas que se mantienen inalteradas: cuatro años después, sigue sin moverse ni una piedra del Nuevo Mestalla; y, también cuatro años después, siempre habrá alguien dispuesto a sacar la cara por Peter.
Ya lo decía mi padre: “Tiene que haber de todo”. Así fue, es y será la fiesta de la democracia valencianista.