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análisis | la cantina 

¿Ni Ribó ni Mateo ni nadie va a acordarse nunca de Almudena Muñoz?

31/03/2023 - 

VALÈNCIA. Javier Mateo, que es el concejal de Deportes del Ayuntamiento de València, anunció hace unos días que el Consistorio iba a iniciar las gestiones para que el añorado Pipo Arnau, que falleció en 2022, tenga una calle a su nombre en los alrededores del Roig Arena. Me parece una gran idea, la de rotular una calle con el nombre de una persona que fue trascendental en la fundación del Valencia Basket muy cerca del que será un nuevo templo del baloncesto. Y no se ha anunciado aún, pero puede ser que suceda en breve, también se estaba estudiando la posibilidad de hacer lo mismo con Toni Lastra, que fue uno de los padres de lo que hoy se conoce como València, Ciudad del Running. Él fue mi maestro en esto del correr y me haría muy feliz también que tuviera este reconocimiento.

Pero ahora que llegan estos dos detalles con dos figuras importantes del deporte en la ciudad, vuelvo a preguntar en voz alta, como llevo haciendo desde que empecé a trabajar en esto hace treinta años, por qué nadie tiene este reconocimiento con Almudena Muñoz, la única campeona olímpica que ha dado esta ciudad. Y me pregunto si no se le ha ocurrido a Mateo, que debe verla casi a diario trabajar en la Fundación Deportiva Municipal -un puesto que logró gracias a la ayuda de Társilo Piles-, concederle este honor a una de las deportistas más importantes de la historia de este país, al que ha contribuido con una de las 49 medallas de oro que se han conseguido a lo largo de la historia.

Me pregunto también si Joan Ribó, el alcalde de esta ciudad, sabrá siquiera quién es esta leyenda del deporte español y valenciano. Y me pregunto dónde andan todas las feministas que no reclaman los honores que merece esta mujer excepcional. Y dónde están también los periodistas y los periódicos que llenan hojas y portadas cuando no hay un faldón de Iberdrola o una cuña de Teika.

Almudena Muñoz lleva treinta años esperando. Durante un tiempo hizo algo de ruido, pero imagino que no ayudará que la institución a la que tienes que reclamarle tu gloria sea quien te pague, y por eso, sabia, optó por la prudencia y la resignación.

Yo le aconsejo a Ribó, a Mateo o a Sandra Gómez, la misma que sale a correr y hasta se pone el dorsal en alguna carrera, que vean el vídeo, no muy largo, breve, que subió el canal de Olympics y contemplen la final olímpica ante la japonesa Noriko Mizoguchi en un Palau Blaugrana lleno de público. Y entonces descubrirán a una judoka formidable, muy técnica y concentrada. Una deportista tímida que apenas se atrevía a mirar hacia la grada cuando acabó, que celebró su oro olímpico con un modesto abrazo con su entrenador, Salvador Gómez, y que no derramó una lágrima cuando sonó el himno nacional después de que Carlos Ferrer-Salat, entonces Presidente del Comité Olímpico Español, le entregara la medalla.

Cuando conocí a Almudena hace tres décadas, ya retirada del deporte de alta competición, me sorprendió la fortaleza de sus manos, que te apretaban como si fueran unas tenazas. Eran los tiempos en los que nos cruzábamos por el río corriendo, cada uno a su ritmo, y ella me hablaba de la importancia de seguir haciendo deporte, de moverse, de no parar.

La valenciana, que tenía 23 años en Barcelona 92, fue la mejor en aquellos Juegos inolvidables. Pero para disfrutar de ese día de gloria, justo un día después de que la también judoka Miriam Blasco se convirtiera en la primera mujer española campeona olímpica, Almudena, que fue la segunda, tuvo que hacer un trabajo durísimo. Porque unos días antes del Mundial de Yugoslavia, en 1989, se destrozó la rodilla. La judoka se rompió el ligamento cruzado anterior y el menisco. Después de varios meses con muletas, con los Juegos a dos años vista, Almudena se empeñó en volver a la élite. Y cada día cogía a su perra, cargaba un balón medicinal en el coche y se iba hasta El Saler. Y allí, en la arena, corriendo por las dunas, arriba y abajo, fue fortaleciendo la articulación sin más ayuda que su novio -hoy su marido-, entonces un simple estudiante de Educación Física.

Almudena, a base de mucho esfuerzo, reconstruyó a la campeona y, aunque no aparecía en la lista de favoritas, se proclamó campeona olímpica en la categoría -52 kg. Lo celebró con modestia, se calzó unas zapatillas Kelme blancas y miró hacia el palco intimidada en cuanto le dijeron que los Reyes habían presenciado el combate. Pero ella no estaba para celebraciones: ella, con una timidez enfermiza, acababa de darse cuenta de que era el centro de atención, de que todos los periodistas querían entrevistarla, que todo el público quería abrazarla, que era toda una campeona olímpica en los únicos Juegos que se han celebrado nunca en España.

Y de vuelta a València, Almudena era, de repente, un personaje público. Y los vecinos la felicitaban en el ascensor, y la gente le pedía autógrafos en un supermercado, y la señalaban en la cola del cine. Pasado el tiempo, viendo los honores que recibían en sus pueblos y en sus ciudades el resto de medallistas españoles, pensó: "Pues algún día me llegará a mí". Pero ese día, y ya han pasado más de treinta años, nunca llegó. Han pasado alcaldes y concejales de todos los colores y nadie, ni unos ni otros, ha pensado que la única campeona de esta ciudad merecía una calle, una plaza y hasta una avenida. Esto sería impensable en el Reino Unido, donde, al día siguiente de proclamarte campeón olímpico, pintaban de color dorado los buzones de correos de la calle donde vivía el deportista como un adelanto de honores mayores.

Almudena no, pero al menos le queda el consuelo de que el 4 de noviembre de 2018 debió cobrar el premio de 600.000 euros (en el 92, cien millones de pesetas) gracias a una estratagema de Juan Antonio Samaranch, que convenció a La Caixa para que primara a los medallistas olímpicos con una recompensa económica que sólo podía cobrarse al cumplir los 50 años, una forma de asegurarse de que los triunfadores olímpicos tuvieran una edad adulta en condiciones. Y en el garaje aún conserva, convertido ya en una pieza de museo -como su medalla, algo descascarillada- el Seat Toledo Podium, edición limitada, que recibieron todos los campeones olímpicos. Un coche con tapicería de cuero, detalles en madera y, cuentan, hasta una teléfono en el reposabrazos.

El premio por un triunfo que hacía buena la profecía de don Guillermo, el entrenador del gimnasio de su barrio -y padre del preparador de la Almudena adulta-, que a menudo le preguntaba a aquella niña: "Almudena, ¿y tú no serás campeona olímpica algún día?".

Yo también hago una pregunta a menudo: ¿De verdad nadie piensa dedicarle una calle en su ciudad a la única campeona olímpica que ha dado València?

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