VALÈNCIA. Los goles en la recta final, además del vértigo de lo imprevisto, tienen la carga del que chincha al prójimo precoz. El gustillo de proyectar en alto un rotundo ‘te lo perdiste’. Te lo perdiste, por agonías. Por tomarte el estadio como una visita burocrática donde se ficha al entrar y se ficha al volver a casa. Te lo perdiste por presuponerle tu equipo una impotencia sideral.
Los jugadores están marcando tanto en los minutos finales que tal vez convendría invertir el orden. Tomarse la tarde con pausa. Extender los planes previos. Quedarse en el estadio dando vueltas. Viéndolas venir asegurándose que todo está en su sitio, otro domingo más. Y a eso del minuto 80 entrar sigilosamente en el campo, con la ventaja de saber que está todo por hacer. Y así, con más frescura que el resto, tan solo dedicarse a esperar que los hugoduros de la existencia acuchillen las previsiones y hagan trizas sus restos.
A Mestalla le van tanto los goles sobre la bocina porque tienen que ver con ese destino contracultural del club por llevar lo contraria. En ocasiones incluso a sí mismo. Hugo Duro ha conectado de una manera tan intuitiva porque golpea el conformismo, la práctica que más horroriza al pueblo de Mestalla.
Que el Valencia se haya especializado en el frenesí de la foto finish es una buena mala noticia. Refleja que corre sangre por sus venas y que se resiste a masticar su suerte. Ahora, también evidencia que una de sus principales virtudes tiene que ver con la emotividad del ímpetu y no tanto con la racionalidad hecha orden. Es un ejercicio voluntarioso de terminar moviendo el partido a golpes a ver qué cae. Señala la incapacidad para llevar aprendido el guión de cada tarde, y por tanto acabar improvisando a espasmos, guiados por el desespero. En el anverso, el poder de improvisar; en el reverso, el caos de buscar soluciones in extremis.
Muchos equipos se formaron a partir justo de ese esfuerzo alocado de revolverse en los estertores. El Valencia más triunfal nace de la costilla del 3-4 del año 98. Como si los minutos 70-74-88-90 fueran la combinación que abriera la caja fuerte de un grupo que no esperaba nada de sí mismo. El problema es que recurrir sistemáticamente a la búsqueda del mito de lo heroico nos condena a dar por bueno cualquier atisbo de éxtasis: a estar delineando la gloria al primer signo.
Pero todo eso en realidad importa poco. Porque hay algo más físico, más sensitivo, que sobrepasa las clasificaciones y los proyectos a futuro. El hedonismo del gol que se desata cuando ya habías cerrado el paraguas creyendo que hoy tampoco llovía. Las imágenes entrecruzadas que nos corrían grupo a grupo el domingo berreando el 3-3 tenían algo descontextualizado: parecían corresponder a un enorme logro, a un triunfo de época. En realidad solo era un empate fuera de tiempo en una jornada cualquiera. Pero cuando piensas que es esa emoción la que corresponde al verdadero núcleo de un hincha, todo adquiere un poco más de nitidez.
Por lo que más quieras: no te vayas en el minuto 80. Es cuando debes llegar.