VALÈNCIA. No soy objetivo con José Luis Gayà. Me pasa con pocos futbolistas, por aquello de intentar siempre mantener la distancia necesaria para poder informar y opinar con cierta dosis de ecuanimidad, aunque sea difícil. Puede que tenga que ver el entorno tan entrañable y familiar que posee, o quizá sea por la infinidad de gestos que le he visto hacer –algunos públicos, otros no- que demuestran que es un tipo de esos que “sienten el ferro”, como le gusta repetir a los más viejos del lugar.
La explicación más sencilla es, seguramente, que le tengo cariño al chaval porque le vi debutar en vivo y en directo en una de las noches más lluviosas e infames que recuerdo, con agua por los tobillos y en un campo de césped artificial con vallas metálicas a medio metro de la banda capaces de partirte por la mitad.
Aquella noche de octubre de 2012, un periodista algo inconsciente y temerario se ‘papó’ en solitario más de 800 kilómetros por carretera (cuatro horas la ida, cuatro horas la vuelta) para ver en el ‘futbolín’ de Llagostera el debut como titular en partido oficial de aquel menudo extremo zurdo alicantino, al que sus compañeros del filial (Gayà quemó su etapa juvenil a la misma velocidad que corría) llamaban “la balita de Pedreguer”.
De hecho, hay tres cosas inolvidables de aquella jornada. La primera, la espectacular tromba de agua que cayó en pleno partido. La segunda, que pude ver el choque copero sentado literalmente a un metro a la derecha del ‘Flaco’ Pellegrino –así de pequeño era el campo- e incluso comentamos algunas jugadas en pleno partido a través de la ‘ventana’ de un banquillo que carecía de cristal separador. Eran otros tiempos. Y la tercera, la cara exultante mientras atendía a los poquitos medios desplazados –en medio de un descampado adyacente que era un barrizal- de aquel chaval de 17 años que completó un partido casi impecable, primero como lateral izquierdo y luego como interior. Era la viva imagen de la felicidad.
Comparo aquella foto mental con las estampas de hace unos días, con el valenciano despidiéndose compungido de sus compañeros de la Selección, y se me parte el alma.
Con Gayà todos los pasos se han dado siempre en la dirección correcta y a toda velocidad. Por eso Rufete y colaboradores no dudaron en promocionarlo al primer equipo apenas año y medio después de su debut, tras traspasar a Juan Bernat. Por eso su rendimiento siempre fue en aumento temporada tras temporada. Por eso siempre fue un fijo con las categorías formativas de la Selección. Por eso conquistó títulos con el club de su vida, y renovó recientemente con perspectivas de convertirse en otro ‘one-club man’. Y por eso llegó a la Absoluta con todo merecimiento, primero como recambio de garantías de Jordi Alba y, poco después, como indiscutible lateral izquierdo titular de España.
Lo que le ha pasado esta semana es una injusticia. En valenciano, “una gorrinà”. La segunda que le hacen en apenas cuatro meses. Y, desgraciadamente, siempre nos vamos a quedar con la duda razonable, como le ocurrió al guardameta Sempere en el Mundial de España 1982.
Luis Enrique trató de disipar esa duda este martes: “Es la única posición en la que no puedo esperar a nadie. Vosotros no os lo creeréis, pero es así. Es la única posición en la que no hay nadie que se pueda adaptar a lo que tiene que hacer un LTI. Necesitamos un LTI que defienda, que pueda hacer de extremo en algún momento, que ataque la profundidad, que tenga un perfil ofensivo y defensivo potente… Ha tenido muy mala suerte José Gayà. Si le llega a pasar a un pivote, a un lateral derecho, a un central… estaría convocado aquí. Y aguantaría y le esperaría hasta el último partido. Pero ha coincidido que justo es la posición en la que tengo a dos tíos específicos, no tengo a nadie que pueda adaptar realmente para poder esperarlo. Y lo siento en el alma: Gayà es un fenómeno, es un tío que me cae de maravilla, le tengo muchísimo aprecio y lo sabe. Pero tengo que anteponer mis sentimientos a lo que yo considero, con cabeza, tiene que hacer el seleccionador. Ha tenido muy mala suerte”.
Apelar a la “mala suerte” sigue siendo ese recurso cómodo e infalible para explicar casi siempre las cosas más inexplicables. Sigo con dudas. A Luis Enrique le hablaron de “diez o quince días de baja”, mientras que los médicos del Valencia hablan a nivel interno de que Gayà podría haber estado recuperado de su esguince leve incluso esta semana, y desde luego estar al 100% para el partido ante Alemania de la segunda jornada del Mundial. También abundan los argumentos de que, en un hipotético caso similar, el técnico jamás se habría ‘limpiado’ a Jordi Alba de la convocatoria como hizo con el valencianista.
Ni soy médico, ni soy entrenador. Y por eso, en lugar de poner el foco en la decisión del seleccionador –que es debatible, como todo en la vida-, prefiero ponerlo en las consecuencias.
Es ahí donde me preocupa el efecto que este brutal golpe puede tener en la mentalidad y en el ánimo de un futbolista que ha sufrido mucho en los últimos meses pensando que el tren de Qatar se le escapaba. Que padeció una cacicada sin precedentes con los cuatro partidos de sanción al principio de temporada y, lejos de venirse abajo, redobló esfuerzos para convencer a Luis Enrique de su presencia en el Mundial en apenas un puñado de jornadas.
Si no tienes el ‘coco’ a prueba de bombas, lo que ha pasado esta semana puede ser devastador a nivel psicológico. Gattuso, que de este negocio sabe un rato, le ha dado al jugador unos días más de vacaciones para que desconecte y vuelva con la mente limpia.
Es uno de esos puntos de inflexión en el que sólo caben dos alternativas: dejarse vencer por el desánimo o, por el contrario, rebelarse ante la adversidad y comerse la hierba el próximo partido. O flotas, o te hundes. Y conociendo al futbolista, sospecho que veremos la versión más implacable, decidida y motivada de José Luis Gayà a partir del 31 de diciembre. Y entonces no habrá “mala suerte” capaz de detenerle.