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La ambición perdida

Foto: CARLA CORTÉS
25/09/2020 - 

Uno de los rasgos distintivos de la afición valencianista es su ambición, una característica que, desde fuera, se confunde con exigencia y tiñe de mala fama el ambiente que rodea al club. Cuando la prensa madrileña habla de “público exigente” o “plaza difícil” al referirse al Valencia y su entorno, lo hace desde la prepotencia, desde una atalaya de superioridad que presupone que la calidad de la plantilla, de los jugadores, de los técnicos y de la institución, es muy inferior a la de los equipos punteros de la liga española. Olvidan, sin embargo, que durante décadas ellos mismos fueron “público exigente” o “plaza difícil” para la selección española cuando se disponía a disputar campeonatos mundiales o europeos. La ilusión de tener el mejor equipo del torneo se desvanecía cuando la realidad, en forma de eliminatoria de cuartos de final, aparecía con toda su crudeza y les hacía ver que el combinado español no era como lo habían imaginado en sus previsiones.

La afición del Valencia siempre ha sido ambiciosa, ha pensado que su equipo estaba preparado para luchar por conquistar títulos, y eso ha impregnado la personalidad de un club que, en circunstancias normales, no habría ganado muchas de las ligas y copas que logró. Pensemos en el Valencia de hace medio siglo, que disputaba la liga con un conjunto rocoso cuya verdadera estrella estaba en el banquillo y que, de la mano de Alfredo Di Stéfano, se llevó aquel campeonato empujado por una grada que lo arengaba sin tregua cuando las cosas se torcían y disfrutaba el día en que todo iba rodado. Lo mismo se puede decir del equipo que, comandado por Cúper, alcanzó durante dos años consecutivos la final de la Liga de Campeones, o del conjunto armado por Rafa Benítez, quien supo inculcar en su plantilla un espíritu ganador que la grada asumió como propio para conquistar dos ligas en tres años, la última de ellas de forma insultante ante el Madrid de los galácticos y el Barcelona de Rijkaard.

Esa ambición también ha tenido efectos contraproducentes en ocasiones. Sobre todo en los tiempos en los que la ansiedad se impuso a la paciencia, como ocurrió cuando Paco Roig dinamitó el abnegado trabajo de la directiva de Arturo Tuzón y arrastró a los aficionados hacia un estado de ilusiones no cumplidas, o cuando Juan Soler destrozó al mejor equipo del mundo a base de fichajes insolentes que desvirtuaron el alma del grupo y arruinó definitivamente un club que ya cargaba con muchos de los errores de su pasado.

La política de funcionarización del club iniciada por Meriton hace seis años ha traído como consecuencia más triste la pérdida de la ambición del aficionado. La propiedad singapurense, con su política de tierra quemada, venganzas personales y chanchullos con banda sonora de fado, ha logrado que la afición valencianista, salvo la etapa en la que Marcelino y Alemany intentaron reconstruir el desaguisado creado por sus jefes en los cuatro años anteriores, deje de pensar que su equipo puede ganar alguno de los trofeos en liza. Hemos comenzado esta atípica temporada con la incertidumbre de no saber exactamente a qué aspira este equipo, con una horquilla de expectativas que va desde tratar de evitar el descenso hasta clasificarse para la Europa League. Nadie habla, sin embargo, de ganar títulos. La ausencia de fichajes, la jibarización de la plantilla -con la COVID-19 como excusa para no gastarse el dinero que prometieron invertir- y la definitiva sensación de que esto ya es un campo de pruebas de jugadores promocionados por Mendes (o por el propio Lim, véase el caso de Kang In Lee) han acabado por destruir la ambición que ha hecho al Valencia un club singular en la liga española.

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