Aunque la mayoría de la población piense que es un invento de Telecinco, el Gran Hermano es una creación de George Orwell. En su novela '1984', el escritor británico dio ese nombre al gobernante de uno de las tres potencias que se reparten la superficie del planeta en un futuro distópico. Al revés que su perversa versión televisiva, el Gran Hermano de Orwell no tiene confesionarios a los que ir a contarle las penas, sino que es un ser invisible que vigila constantemente a los ciudadanos y modifica la realidad a su conveniencia.
Lo más parecido al Gran Hermano en el fútbol es el VAR. Tras muchos años de reticencias, en los que se afirmaba que la esencia del fútbol residía en la imperfección, en el error, los dirigentes futbolísticos decidieron implementarlo en el último Mundial, celebrado en Francia, cediendo al agravio comparativo que suponía su aplicación en otros deportes, como el baloncesto, el tenis o el fútbol americano. El VAR, en su origen, debía servir para hacer el fútbol más justo, para que las imágenes televisivas restañaran los fallos de los árbitros (que son humanos, como repite el tópico futbolero). Pero, como buen instrumento del Gran Hermano, el VAR se ha convertido en un instrumento de manipulación más, la multiplicación por dos de un problema de interpretación que desmiente ese dicho que afirma que cuatro ojos ven más que dos. Cuatro ojos, en realidad, tienen más capacidad de deformar la realidad que dos. Sobre todo en los tiempos de la posverdad.
El VAR ha transformado los partidos en una cuestión de milímetros, en un continuo azar incontrolable. Es cierto que todo en la vida es azar y que, en muchas ocasiones, nuestra existencia depende de centésimas de segundo, de milímetros. Hay una olvidada película que lo explica. Se titula 'Dos vida en un instante' y, en ella, el momento más importante de la vida de su protagonista, interpretada por Gwyneth Paltrow, es algo tan banal como llegar a tiempo para coger un tren cuando las puertas de entrada al vagón se están cerrando. Si sube al tren, pillará a su marido en la cama como una amante; si pierde el transporte, a su pareja le habrá dado tiempo a despedir a su eventual compañera de tálamo y la vida del personaje encarnado por Paltrow continuará con aparente normalidad. En el fútbol pasaba lo mismo hasta que el VAR lo estropeó todo. Los partidos dependían muchas veces de si un balón rebotaba en el poste o se desviaba unos milímetros y entraba a puerta, de si el árbitro estaba bien situado para ver un agarrón en el área o se encontraba tapado y obviaba la infracción.
Con el VAR, ese azar también se multiplica hasta el infinito para convertir los partidos en incontrolables. Hay fueras de juego que se pitan por la longitud del pie del delantero o porque este tiene la nariz más larga que el defensa que lo marca. Y en eso, al revés que en tantas cosas, el que sale perdiendo es el que la tiene más larga. Pero también hay penaltis que se pitan por un leve roce en el brazo que no influye en el desarrollo de la jugada y jugadores que son expulsados por dar una patada al rival en el talón en lugar de en el gemelo. Lo hemos visto tanto en estos dos últimos años que ya nos hemos acostumbrado a rezar por que la imagen no deje ver claro el lugar de la patada o el rebote en el brazo.
Pero, además, el VAR lo llega a hacer de forma extemporánea, sin que nadie tenga muy claro cuál es el concepto de jugadas. Hemos visto penaltis señalados tres minutos después de producirse y hasta un gol anulado después de que, medio minuto antes, se haya producido una falta que el propio árbitro interpretó que no era. Y, por supuesto, confusa. Dos años después, todavía no sabemos bien qué jugadas son manos en el área o por qué unos lances se revisan y otros no.
El VAR es, en definitiva, la mejor herramienta del Gran Hermano para controlar la competición, pero también la excusa perfecta para los perdedores, una cortina de humo para esconder los errores propios y atribuírselos, ya no al árbitro como ha sido tradicional durante toda la historia del fútbol, sino al diabólico invento que modifica tu realidad. Un instrumento más para desterrar la autocrítica.