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Liquidación

9/10/2020 - 

Hace ya muchos años que el fútbol perdió su vertiente romántica, esa a la que los viejos aficionados nos agarramos cuando leemos que un futbolista ha rechazado la oferta de su vida para quedarse en el club al que ama y en el que creció, o cuando vemos la gesta de un equipo de medio pelo que amenaza la oligarquía de los grandes clubes europeos. Sabemos que ese fútbol forma parte del pasado y, aunque odiemos el fútbol moderno, somos conscientes de que nos acostumbraremos a él. Ya nos acostumbramos a ver el fútbol desde detrás de unas vallas a finales de los 70 o a no poder tomar una cerveza mientras ves un partido desde comienzos de los 90.

Esa pérdida de romanticismo tiene mucho que ver con la mercantilización del fútbol, convertido más en un negocio que un deporte, en un espectáculo de pago más que en una diversión. El dinero hace que los clubes aumenten o disminuyan sus opciones de ganar títulos y, en consecuencia, las plantillas cambian cada año para alimentar un mercado cada vez más lleno de especuladores. Si en los años 70 u 80 un buen director deportivo era un tipo que poseía información sobre futbolistas que jugaban en países entonces remotos (pensemos en Mario Kempes, ese joven delantero de Rosario Central que descubrió Pasieguito o en el imberbe Mijatovic del Partizán de Belgrado), ahora debe ser alguien con capacidad para adaptar la plantilla a las posibilidades económicas del club. Ha de saber vender y comprar bien para construir un equipo competitivo, con independencia del dinero de que disponga.

Pero, claro, el fin del fútbol romántico ha provocado también la invasión de los millonarios ignorantes y sin escrúpulos, cuyo único objetivo es ganar dinero por encima de las leyes no escritas del balompié. Especuladores que, desde que la FIFA prohibió los TPO (Thrid Party Ownership), es decir que los jugadores fueran propiedad de magnates que conseguían comisiones de sus traspasos, han puesto su punto de mira en los clubes, verdaderos escaparates para agentes y representantes. El Valencia, casi sin darnos cuenta, se ha convertido en uno de ellos, en un club como el Wolverhampton, al servicio de Jorge Mendes y sus chanchullos, cuya única razón de ser es el negocio puro y duro, en el que los sentimientos no caben y los resultados no importan.

El reciente mercado estival nos ha dado un excelente ejemplo de la estrategia de Mentiron Holdings para con el Valencia. Sin profesionales cualificados al frente de la gestión deportiva, la forma de reducir gastos ha sido la de vender, al precio que fuera, y no comprar. Algo que yo mismo, sin conocimiento alguno en gestión deportiva, habría hecho también sin llevarme el sueldo que cobra su presidente-director general-director deportivo-cliente del año en los bares cercanos a Mestalla. Como ejemplo supremo de su incompetencia, el día que se cerraba el mercado, con la afición, el cuerpo técnico y decenas de agentes de jugadores pendientes de los movimientos del Valencia, la plana mayor de Mentiron en Valencia se fue a pegarse una comilona, que se prolongó en sobremesa alcohólica hasta las nueve de la noche, mientras los teléfonos en la sede del club no dejaban de sonar.

Es lo que tiene dejar la gestión deportiva en manos de un incompetente, que al final el club se practica un harakiri deportivo cuyas consecuencias llegan poco a poco, como una muerte lenta, en las reacciones de Javi Gracia (en el momento de escribir esto pensando en largarse) y los jugadores del primer equipo. Debilitar de forma tan rastrera una plantilla que hace menos de año y medio levantó el título de copa ante el todopoderoso Barcelona de Messi para sacar cuatro chavos es como poner un cartel de liquidación en tu negocio. Ya solo nos falta saber si la liquidación es por traspaso o por derribo.

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