Hoy es 6 de octubre
Una de las modas futboleras que ha adoptado como propia el Valencia es la de los fichajes idiotas. Son esos futbolistas que llegan para tapar un parche, para disimular una mala planificación deportiva, o incluso para esconder que no existe esa planificación deportiva. Suelen darse en invierno, cuando se abre una ventana a la improvisación que permite hacerse con jugadores de pronta caducidad, porque la característica del fichaje idiota es que no se hace con vistas a un futuro, sino como urgencia para el presente. El fichaje idiota no es una moda nueva. Si miramos hacia atrás con ira encontramos casos como los de Serban o Siqueira, futbolistas fichados en invierno para arreglar grietas que ni siquiera sabían mezclar el cemento. Tampoco es un tema exclusivo de uno u otro entrenador, de uno u otro director deportivo. Fichajes idiotas se han hecho bajo la dirección técnica de muchos directores deportivos y de muchos entrenadores, desde Nuno a Marcelino, y no se han hecho con Celades porque no habido ni tiempo ni dinero.
El fichaje idiota es como un personaje de las películas de terror contemporáneas, esas en las que el horror no surge de una fuerza sobrenatural, sino de un elemento cotidiano, ya sea un personaje inesperado que perturba la normalidad, ya sea un espacio cerrado y maldito, en las que no aparecen monstruos, sino que el peligro reside en el comportamiento humano. El fichaje idiota sería ese tipo al que invitas a cenar en tu casa por una razón azarosa y, cuando empieza a resultarte molesto o incómodo, no puedes echarlo de ninguna manera.
El fichaje idiota se realiza para encontrar la solución a un problema pero, como esa obstinada costumbre de quienes tienen mala sombra, esa solución se convierte en poco tiempo en un problema. Miremos, por ejemplo, el año pasado. Bajo la supervisión de la doble M, el Valencia se deshizo de Batshuayi y Murillo, uno por gordo y el otro porque al entrenador le caía gordo. Para solucionar esas carencias, fichó a Sobrino y Roncaglia. En principio, la idea no era mala. Te libras de un delantero y un defensa e incorporas a otro delantero y otro defensa. Un cambio de cromos en toda regla. La solución se convirtió en problema cuando todos nos dimos cuenta de que ni Sobrino ni Roncaglia mejoraban el lastre del que se había desprendido el equipo. Y lo peor de todo es que el entrenador se dio cuenta casi al mismo tiempo: a Sobrino cuando lo sacó un par de partidos como revulsivo y se revolvió inservible, y a Roncaglia el día que le dio por alinear a todos los centrales disponibles y la broma costó una eliminación de la Europa League.
Pero el club ya le había pillado el gusto a los fichajes idiotas y, durante los meses que restaban para acabar la temporada, fue adquiriendo futbolistas, casi a peso, para completar la plantilla del año siguiente. Llegaron Jason, Jorge Sáez o Salva Ruiz, que en pretemporada se convirtieron en rémoras de las que había que desprenderse en forma de cesiones antes de que empezara la liga, lo que los catálogo como mercancías más que como refuerzos. A ellos se añadió Sobrino, que todavía permanece en la plantilla como un recuerdo del error, como si fuera el Nou Mestalla de los futbolistas, ese mausoleo de la vergüenza que nos evoca los tiempos de la orgía del exceso, como el único superviviente de aquel panteón del remordimiento, parafraseando a Cheever.
Este año el invierno ha sido tan suave como largo y el fichaje idiota del Valencia sigue planeando sobre nuestras cabezas para sustituir a Garay, aprovechando la norma que permite sustituir futbolistas lesionados. Los nombres que aparecen en los medios de comunicación responden al perfil de fichaje idiota: terceras, cuartas o quintas opciones de equipos de más baja condición que el Valencia, mientras la propiedad, por boca de su presidente, sigue sacando pecho por su apuesta por la cantera.