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La perversión de la justicia

26/06/2020 - 

El VAR nació, o al menos así lo vendieron, como instrumento para perfeccionar la justicia. Al aplicar la tecnología para juzgar las jugadas que ocurren en los terrenos de juego, se reparaba el fallo humano, se llegaba allí donde el ojo del árbitro no alcanzaba. Los goles fantasma, los fueras de juego o los penaltis serían analizados con la objetividad que brinda la imagen pura y dura, sin la carga de estrés que soporta un árbitro en el terreno de juego ni las posibles dificultades que ocasionalmente puede tener para ver la jugada. El VAR, la nueva justicia, iba a sustituir a la equivocación arbitral, al “no lo he visto” como justificación de los colegiados, por una suerte de decisión objetiva, basada en la técnica y, en consecuencia, irrefutable.

Como solución no parecía mala, pese a la inevitable pérdida de romanticismo que su aplicación acarrearía. La emoción que supura el fútbol en sus momentos mágicos pasada por la batidora de la tecnología suele producir indigestiones, puesto que no es lo mismo celebrar un gol decisivo cuando se acaba de producir que esperar dos o tres minutos a que el VAR decida corroborarlo, como una fiesta en plena pandemia o un coitus interruptus. El nuevo instrumento tenía, por ende, la facultad de modificar las cosas y su utilidad quedaba demostrada si echábamos la vista atrás y comprobábamos que su aplicación en el pasado podría haber cambiado la historia. El Valencia, por ejemplo, tendría una Champions en sus vitrinas si el VAR hubiera certificado lo que vio todo el mundo menos el árbitro neerlandés: que Jancker empujó a Carboni para que tocara el balón con la mano en el penalti que supuso el empate de los bávaros en la final de 2001. También la tendría el Atlético de Madrid, después de que hasta el colegiado británico que dirigió la final de 2016 haya admitido con el paso de los años que, con el VAR, habría anulado el gol de Ramos que adelantó al Real Madrid y propició un empate que al final se resolvió con los inmisericordes penaltis. Pero también tendría su lado menos sentimental, el que apela al corazón, al mito: con el VAR no existiría “la mano de Dios” y probablemente el segundo gol de Kempes en la final de Argentina'78 habría sido sancionado como juego peligroso.

Ahora bien, si es cierto que la aplicación de la tecnología que suponía la llegada del VAR al fútbol eliminaba el error, abría una ventana a la manipulación. Todo quedaba en manos de quienes procesan las imágenes, personajes dotados de una ilimitada capacidad para deformar la realidad. Decidir en qué milésima de segundo hay que detener la imagen para medir un fuera de juego se convertía en algo tan  importante como averiguar si hay contacto en un penalti o si un balón golpea en el brazo de un defensor dentro del área de meta. Lo mismo ocurre con el trazado de las líneas para marcar la posición antirreglamentaria, todo un asunto de trigonometría resuelto por gente que a duras penas aprobó las matemáticas en el colegio.

Desgraciadamente la aplicación del VAR en España ha dado la razón a los más pesimistas. El VAR solo sirve para reforzar al poder, para legitimar los abusos. Es una perversión del concepto de la justicia. Si antes se decía que los equipos grandes eran favorecidos por los árbitros, chivos expiatorios eternos de la injusticia, ahora es “la técnica” como concepto superior la que que valida ese favoritismo gracias a la manipulación torticera del instrumento. Los fueras de juego, los penaltis y las acciones polémicas del juego no se miden igual desde la sala del VAR según a quien beneficien y perjudiquen porque, en el fondo, el sistema está diseñado para protegerse a sí mismo, para que se perpetúe un negocio en el que ganan los de siempre. Y todo ello tejido en un entramado complejo, con la complicidad de los árbitros (que son hoy jueces de campo y mañana, jueces del VAR, con lo que eso implica en relación a sus compañeros), de los medios de comunicación, que usan el VAR como oráculo para justificar su forofismo, y hasta de los propios clubes que disputan la liga, pues al fin y al cabo ellos votaron por el presidente que ha instaurado esta cínica justicia y ha establecido un modelo de campeonato que solo favorece a los poderosos.

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