VALÈNCIA. Hace unas semanas, en mitad de una tertulia reflexiva, surgía la disyuntiva hacia ninguna parte de qué sería mejor: si un cacique noventero con tirantes y lorzas colgantes, tomando decisiones a todo trapo, repleto de frenesí… o un magnate distante cuyas acciones gotean desesperadamente, con la lentitud de quien mide el día a día desde los prismáticos. Gil o Lim para el Valencia. Qué más da.
La cuestión, quien se lo iba a decir a un club acostumbrado al volcanismo de la Antiga Senda de Senent, es que el Valencia no avanza. Ni tan siquiera retrocede. A este paso se va a desplomar de puro inmovilismo.
El Valencia es un cuerpo pidiendo a gritos que le intervengan. Que le sometan a tratamiento. Pero el dueño ha elegido cronificar los problemas porque, básicamente, le conviene. Jugar al límite con el oxígeno, porque le beneficia. Especular. El broker que aguanta sus posiciones hasta que sea el mercado el que le ponga en bandeja sus réditos.
Desearíamos que Lim cometa alguna tropelía que otra, por el simple hecho de percibir movimientos. Porque, de lo contrario, ¿cuál es la aspiración entonces del Valencia? ¿Esperar que, de tanto intentarlo, acabe yéndose al pozo? ¿Seguir jugando a los dados hasta que salga el número al que apostaste?
La ATE, por su peso, se come la subsistencia cotidiana. Pero hay una microtrascendencia que, poco a poco, vehicula al club hacia un destino: no moverse para esperar que sea el propio contexto especulativo quien decida. En esa pausa eterna podría suceder lo peor: acostumbrarnos. Y vamos camino de ello.
Dar por hecho que el Valencia no va a decidir su entrenador por razones deportivas. Que no va a tener cabecilla que decida el eje de la próxima plantilla. Que no va a tener quien hable por el club. Simplemente, la espera. Nos contagiamos con una sensación de inevitabilidad que, tal vez, solo los primeros regresados a Mestalla puedan combatir a base de electroshocks orales.
Tenemos tanta prisa que al menos nos conformaríamos con que vayáis lentos.