VALÈNCIA. La rutina la repito cada cuatro años -cinco en este extraño ciclo olímpico- y consiste en apostarme delante del televisor dispuesto a darme un atracón deportivo mezclado con un inverosímil nacionalismo que solo me surge en ocasiones como esta. Los Juegos Olímpicos producen una curiosa pulsión que me hace apoyar sin demasiado sentido a aquellos deportistas que representan a mi país, aunque, con le pasa al Brassens de 'La mala reputación', no posea un arraigado sentimiento nacionalista, el día de la fiesta nacional yo me quede en la cama igual, y escuche el himno nacional como quien oye una cadena de radiofórmula.
La magia de los Juegos no tiene nada que ver con reunir en una sola ciudad a los mejores deportistas del mundo, hacerlos vivir a todos en una urbanización artificial en la que comen, beben, entrenan, se divierten y follan durante dos semanas. Ni siquiera en organizar un evento en el que se desarrollan simultáneamente más de treinta deportes en los que los vencedores pueden presumir de ser campeones del mundo en lo suyo.
Lo realmente insólito de las citas olímpicas es que, durante esos dieciséis días de competición, los espectadores de todos los países, les guste o no el deporte, animan a los suyos en busca de objetivos que a ellos ni les van ni les vienen. Eso lo que me ocurre a mí, que soy un buen aficionado al deporte, a pesar de que mi menú televisivo en esa cuestión se limite al fútbol, el baloncesto, el balonmano y, en menor medida, el tenis, la natación, el atletismo y el waterpolo.
Sin embargo, al llegar la cita olímpica mis preferencia deportivas se amplían de manera incomprensible. Soy capaz de ver combates de taekwondo sin saber cómo puntúan los contendientes ni conocer por qué solo utilizan las piernas como bailarinas; de tragarme combates de judo pidiendo ippones o waza-aris a favor de nuestros atletas sin tener ni la más mínima idea de cómo se ejecutan dichas técnicas; de fiarme de las puntuaciones en tiro olímpico o tiro con arco sin ver bien la diana, siempre que favorezcan a los nuestros; o de sufrir con los partidos de hockey sobre hierba reclamando inútilmente penaltis-córner cada vez que la pelota ronda por el área del equipo que se enfrenta a España.
Son dos semanas en las que paso olímpicamente, en los dos sentidos del término. El primero, el literal, porque no me interesan otras retransmisiones deportivas, ni siquiera los insulsos partidos de pretemporada que juega el Valencia con la mitad de futbolistas en sus alineaciones del Mestalla, y que solo volveré a ver si alguna vez me conecto a alguna web para ver al filial disputando el ascenso en su ignominioso camino por la quinta categoría del fútbol nacional. El segundo, el figurado, porque paso las horas delante de la tele, solo ocupado por lo que sucede en Tokio, ya sea en directo o en diferido, sepa o no el resultado de lo que ha ocurrido y, en ocasiones, con la misma emoción con la que viviría una eliminatoria decisiva de copa de mi equipo favorito el resto del cuatrienio.
También, como le pasa a todo el mundo, rindo tributo a esos héroes anónimos que nos dan medallas sin que sepa que existen porque nunca ha oido hablar de ellos. Sé que, pasados los Juegos, esos deportistas que ahora engordan el medallero nacional en disciplinas como la bicicleta de montaña o el piragüismo en aguas bravas caerán en el olvido, o mejor dicho, quedarán postergados a un rincón oculto de mi memoria hasta que los vuelva a rescatar, dentro de cuatro años -tres en esta ocasión- si vuelven a participar en los próximos Juegos Olímpicos y, sobre todo, si vuelven a subir al podio de los campeones. Mientras tanto, entre una cita olímpica y otra, volveré a mis deportes de cabecera y a honrar a los sospechosos habituales de hacerme disfrutar. Pero ahora, prefiero pasar olímpicamente esta canícula.