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Bombeja Agustinet! / OPINIÓN

Paulista y Cartagena

4/02/2023 - 

VALÈNCIA. Vinicius ya se le escapó, por piernas, en el 2-0. Paulista, un central más que justito pero cumplidor, corrió con el alma pero ni aún así. Cuando el madridista volvió a intentarlo, con Foulquier de nuevo fuera de posición, al zaguero se le fue la cabeza. En segundos activó una resistencia innata (violenta, humana) a la humillación, a la humillación que representaba marchársele por enésima vez. Diría que no quiso hacer daño, pese al volantín en la caída: patada baja fracasada y tentempié alto para hacerle caer sí o sí. Nada de tobillos, tacos ni rodilla. Cruzada de cable pero con un punto de sensatez. Con redoble de tambores mesetarios, eso sí. Se ha comparado con el patadón de Valverde a Morata, como si este fuese peor. Lo de Paulista surge del alma, una reacción innata en un contexto determinado. Aquello otro fue un crimen premeditado, frío, calculado: falta y expulsión pero Morata no marca en el 115’ de la prórroga, el Atlético no gana la Supercopa 2020 y el Madrid llega vivo a los penalties y gana.

Recordaba Jaume Reservoir en redes el 6-0 del Madrid (que pudieron ser doce) y las risitas de Vinicius, que se comportó como el niñato que es, sin respeto al duelo de un descenso humillante. Los futbolistas que firmaron aquella infamia aún mendigaron unas cuantas camisetas al rival, mientras mil granotes lloraban en la grada. Hubiese sido increíble que algún futbolista levantino hubiese tenido un gesto de dignidad del que sentirse orgullosos, sobre todo los que pasaron 90 inolvidables minutos de vergüenza en el Bernabéu. Algo sin llegar a lo de Paulista. Una simple mirada. Como las de Ballesteros. Quizá un dedo índice acompañándola.

Nada de eso. Es más: cada partido en Orriols, entonces y hoy, con victoria o derrota, los nuestros se arremolinan entorno a los rivales, entre besos y abrazos, recuerdos a la familia, intercambios de presentes, promesas de futuro y toda clase de demoras. Cuando aplauden tímidamente a la grada ya todos se marcharon. Se han cargado, partido a partido, el respeto de su propia hinchada a quien en otro tiempo no tan lejano se debían. Iban a la medular y aplaudían, como los actores al final de la función, y dependiendo del rendimiento recibían la bronca, la indiferencia o la ovación del (otrora) respetable. Después ya charlaban con quien quisieran. Me duele (nos duele; me lo comentan muchos en la grada) que se haya perdido esta conexión, el enésimo abismo creado por el fútbol moderno de los cojones. Y me duele más aún que nadie en el club, ni en el cuerpo técnico, ni siquiera Iborra o Pepelu sean capaces de volver a la senda correcta, de leer la cartilla.

El curso pasado hubo un sinfín de desaires, también a domicilio, pese a la esperpéntica temporada y la modélica actuación del levantinismo. No olvido el día que Lisci hizo bajar del autobús a Dani Gómez, que le negó una foto a un niño. El romano entendía a la perfección de qué va esto. Qué perdemos y qué ganamos en cada gesto. Valores. Y orgull granota. De verdad. No el hastag del club, que ha perdido todo el sentido, de machacarlo. Luego los envían al hospital o tienen un gesto con un infame pedigüeño de camisetas, lo amplifican en redes y aquí paz y allá gloria.

Pero no. Quiero para los nuestros un ápice de la rabia de Paulista. Más aún en una plaza como Cartagena, donde tienen cuentas pendientes, lo cual es absolutamente normal. Hace trece años jugamos un partido de morir o matar, que iba a cambiar la historia de los dos clubes. Y matamos. De la forma cruel para ellos y heroica para nosotros que dispuso el destino. Nosotros nos disparamos hacia el ascenso; ellos se hundieron. Hubo bronca y un resentimiento que sobrevive más de una década. Espero que algún día recuperemos el genio, el nervio y el orgullo del equipo que conquistó Cartagonova en 2010. Y sobre todo el respeto por los nuestros, que son quienes le dan sentido a todo.

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