Estas noticias, salvo excepciones, caen como una bomba. A traición. Suena el móvil, abres el mensaje y te hiere su lectura sin tiempo para protegerte. Y así, con apenas cuatro palabras, sin más adorno que un escueto “Se ha muerto Pipo”, la mañana te da un guantazo que te deja triste y vacío. De repente, sin saber muy bien por qué, lloras. Y le echas en falta. Te sientes abatido.
Luego, también de forma natural, brotan los recuerdos. Las charlas con Pipo Arnau por la calle. Los debates encendidos en la trastienda de la Fonteta. Aquellas tertulias ya lejanas en su tienda, la añorada Deportes Arnau, que durante décadas le arrebató el nombre a la calle Alicante para ser la calle de Deportes Arnau, donde vendía zapatillas, equipaciones de fútbol y todo lo que pudieras imaginar. Y allí, en sus paredes, siempre había algún póster de baloncesto que me quedaba mirando embobado. O una foto con alguna leyenda. Con Epi, con Michael Jordan, con Gasol, pues con todas se codeó y a todas trató de tú a tú.
Y ahí me doy cuenta de la suerte que tengo. La suerte de que mi recuerdo de Pipo no lo contaminó la edad. No vi nunca a un viejo, a un anciano vencido por el tiempo. No vi nunca a un abuelo ocioso, a un hombre aburrido. Jamás. Tampoco a un paciente lastimero. Hace dos semanas le escribí y me dijo, siempre positivo, que iba mejorando poco a poco. Antes de estar enfermo también tenía sus días mejores y peores, como todos, pero siempre con esa buena planta, con esas piernas combadas por tantas horas de baloncesto y fútbol sala, con esa conversación amena, con esas bromas mordaces.
A mí, lo primero que hacía cuando me lo cruzaba por la calle, que era muy a menudo, era escanearme de arriba abajo. Y entonces soltaba una pulla que yo sabía ineludible: “¿Que ya no corres?”. Mientras escondía algo de barriga, le contaba que sí que corría, pero menos. Y que comer bien me gustaba casi tanto como correr. Él, sabiendo que me había roto la cintura, como esos jugones que el defensor sabe lo que le va a hacer y aún así se lo hace, se reía divertido. Luego, como para compensar, me piropeaba diciendo que era el periodista que mejor escribía de València. Como le decía a Charly Egea y a muchos otros. Y se quedaba tan pancho.
Era un tipo querido. Lo conocía toda València y para todos tenía una frase, una broma, un guiño. Muchos días, a primera hora de la tarde, cuando la tasca se empezaba a vaciar, entraba en la Taberna Vasca Che. Venía del gimnasio. Porque el médico ya hacía tiempo que le había prohibido hacer deporte, pero él tenía que mantenerse activo. Salía entonces Carlos, el heredero del negocio tras la muerte de Pepe, su padre, le contaba un par de chistes a Pipo y le decía los platos del día. Él siempre elegía un arroz de primero, preferiblemente al horno, y una carne mechada de segundo.
La noticia ya ha llegado a la Taberna Vasca Che, donde hoy muchos comieron más tristes. Y al gimnasio. Y al Valencia Basket, claro, que para algo fue uno de sus principales impulsores. Porque València tiene baloncesto gracias a él.
Hace un par de años tenía que escribir un reportaje para ‘Revista Plaza’ sobre el arena que está sufragando Juan Roig. Un día me entrevisté con Víctor Sendra, que es el gerente de la promotora encargada de la construcción, pero no me contó gran cosa y salí un poco angustiado porque sospechaba que iba a acabar escribiendo más de lo mismo. Así que cogí y llamé a Pipo, que era algo así como una gran contenedor de historias. Pipo recordó que siempre se ha dicho que en los Juegos de Los Ángeles, en 1984, Juan Roig se enganchó a ver de madrugada los partidos de la selección española de baloncesto que ganó la medalla de plata. Así que dos años después, para aprovecharse de esta nueva afición de aquel joven empresario, Pipo invitó a Juan y a su hermano Fernando, junto a sus parejas, Hortensia y Elena, a un torneo amistoso que se celebró en la Fonteta antes del Mundial del 86 que organizó España. El dueño de Deportes Arnau los sentó en primera fila y dejó que Valters, Kurtinaitis, Volkov, Sabonis, Epi, Fernando Martín, Villacampa y compañía hicieran el resto.
Los hermanos Roig, entusiasmados, hablaron entonces con Arturo Tuzón, que era el presidente del Valencia CF, y se quedaron la sección de baloncesto junto a Pipo, Vicente Solá, que era el responsable del basket en el club de fútbol, Toni Egea e Iñaki Zaragüeta. Y mientras, el periodista Paco Lloret les puso en contacto con su colega Siro López, que en aquel momento era uno de los líderes de la información de baloncesto en España, para que este les facilitara la compra del Cacaolat Granollers, que vendía su plaza en la segunda división. “Roig puso diez millones de pesetas y un aval del Banco de Valencia, y así nació el Hoja del Lunes, que fue el primer nombre del equipo”, concluyó aquel día Pipo, que tenía una memoria prodigiosa y aún recordaba que empezaron jugando en Mislata y que de ahí ya pasaron al pabellón de la Fuente de San Luis.
También fue providencial en el fútbol sala, deporte del que fue presidente de la federación valenciana (y vicepresidente de la española) y dio nombre al puntero Deportes Arnau.
La tienda se hizo muy conocida en la ciudad. Primero en un cuchitril del número 5 de la calle Alicante y luego en un espacio mucho mejor en el número 13. Antes su padre había regentado al lado un extraño negocio donde vendía hules y ataúdes. El negocio, con las dos Paquis como dependientas, la blanca y la negra, como él decía, duró 57 años. Internet la mató. Los jóvenes iban, se probaban unas zapatillas y decían que volverían al día siguiente. Luego iban y se las compraban por internet.
Su pasión por el deporte, por el baloncesto, el fútbol sala, el fútbol, el rugby y muchos más, caló en sus hijos. Héctor intentó hacer carrera en el baloncesto y Mónica terminó trabajando en información deportiva. No podía ser de otra forma.
Pero lo conocían en todos los deportes. Hace cuatro años se celebró el Mundial de medio maratón en València y un atleta olvidó o extravió su equipación. La víspera, angustiado, le pidió ayuda a su representante, la española Julia García, que tenía muy buena amistad con Pipo. Así que le llamó y le preguntó si podía hacer algo. Al día siguiente, Aron Kifle subió al podio a recoger su medalla de bronce con el uniforme de Eritrea que se había inventado el tendero.
Pipo deja un hueco insustituible. Yo siempre le he considerado patrimonio de la ciudad. Ahora solo nos queda ejercitar la memoria, no parar de correr y acercarnos a su capacidad para recordar bonitas historias, como las que contaba Pipo a todo el mundo.