VALÈNCIA. El deporte profesional se ha convertido en algo tan descarnado que uno de los argumentos que le arrojan a la cara a Jaume Ponsarnau es que es demasiado bueno. Bueno de buena persona, que no de buen entrenador. Y la verdad es que este disparo no lo he visto venir.
Aún no sé si milito en el bando de sus detractores y espero averiguarlo cuando cierre hoy la cantina. Porque hay días que me levanto y pienso que es un buen entrenador y noches como la del jueves de la semana pasada que me acuesto creyendo que es lo peor de lo peor. Y, como casi siempre, lo más normal es que no esté en un extremo ni en el otro.
Es complejo esto del deporte. Uno de mis argumentos para sacudirle a Ponsarnau en las tertulias de bar cuando había bares era que no me parecía el técnico apropiado para pastorear una plantilla como la de esta temporada. Yo, que ya no estoy enganchado al baloncesto como hace unos años, creía que Juan Roig había hecho este año de Euroliga un ‘all in’ y había aflojado la panoja para hacer una plantilla digna de los mejores equipos de Europa. Pero luego sale uno de los amigos de los que más respeto su opinión y me suelta que lo de la fabulosa formación del Valencia Basket está sobredimensionado. Que el problema no es que Ponsarnau sea demasiado bueno sino que la plantilla no es tan buena.
Mi yo de hace una o dos décadas habría acribillado al bueno de Jaume Ponsarnau, pero la edad me ha hecho menos temerario. No quiero dejarme llevar por los sentimientos en un análisis deportivo. Pretendo que el aficionado -aunque más bien comedido y silente- de pase en una curva de la Fonteta no devore al columnista. Pero el jueves me costó.
La Copa del Rey siempre es un vehículo hacia las emociones. Y a mi edad, para mí, lo peor de todo no son los achaques cuando sales de la cama, ni la piel que se descuelga, ni siquiera las ganas de estrangular al tipejo que está ahora mismo hablando a gritos en el asiento de delante del AVE, no, lo peor es que, con los años, cada vez te emocionas por menos cosas. Y cuando hay algo, como la Copa, que te vuelve a convertir en un niño durante un par de horas, da rabia que esa emoción se diluya en menos de lo que dura el primer cuarto.
Y se diluye porque Pablo Laso -¿queda algo del Pablito Laso que llegó demasiado verde a Valencia hace años?- se merienda a Jaume Ponsarnau. Eso lo tengo claro y por eso me enciendo tan rápido.
Pero es justo recordar que es el mismo entrenador que dirigió al equipo en victorias de tanto prestigio como las conquistadas este curso ante el Madrid, el Barça, el Baskonia o el CSKA. Y entonces me vuelvo a retraer.
Sí estoy convencido de que al club le falta una pieza, un hombre de basket como Nacho Rodilla en su engranaje. Y no para lucir a la leyenda como quien saca la vajilla buena el día que vienen invitados de postín a casa sino porque conoce muy bien la entidad y sabe de basket y analiza el basket como muy pocos. Me parece un lujo no aprovechar que tienes a alguien de su perfil en tu órbita, que simplemente tienes que estirar la mano para ser mejor.
Al final no sé si mantendría o guillotinaría a Ponsarnau. Solo sé, eso sí lo tengo claro, que si fuera Juan Roig me sentaría con uno de los entrenadores más relevantes de Europa y deslizaría sobre la mesa un papel con una cifra irrecusable. Pero ni yo soy Juan Roig ni creo que el empresario se hubiera convertido en el potentado de los supermercados que es ofreciendo grandes cantidades de dinero por todo lo que le pueda apetecer. Aunque claro, ahí está latente su viejo sueño de conquistar la Euroliga alguna vez. Y el puñetero sueño se resiste. Pero da igual, creo que la vejez me está haciendo demasiado bueno.