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Qué fácil es llegar hasta la montaña en Suiza y qué difícil en la Comunitat

30/08/2024 - 

VALÈNCIA. Acabo de volver de Suiza y ya boqueo, como un pececillo recién sacado del mar, en las noches, ya siempre tropicales, de València. Resoplo. No consigo conciliar el sueño. Me giro una y otra vez. Sudo. Estiro el cuello en busca de una brizna de aire que no llega. Siento que me ahogo. Una tortura. Vengo de Suiza. Yo, capitán del ‘Team Invierno’, siempre que pienso a dónde ir en verano, pienso en el norte. Mi mente busca el fresco. Se defiende como puede. Esta vez ha tocado Suiza, que no es el norte, pero sí un país al que asociamos con el frío. Y por ahí he andado. De ciudad en ciudad. De montaña en montaña.

Empecé en Zúrich, una ciudad algo fría, donde descubrí un barrio mucho más animado, al oeste, donde su ‘catedral’ es la tienda de Freitag, una torre hecha con siete pisos de contenedores industriales donde venden sus bolsos en bandolera reciclando lonas de camión o cinturones de seguridad. Luego pasé por Lucerna, siempre con el lago cerca, y su coqueto casco histórico. De ahí a Interlaken, que es caro hasta para los suizos, donde dormí en una habitación inmunda por 200 euros la noche, la más económica que encontré. Después, un día de calor en la musical Berna, donde la gente se tiraba al río con una bolsa estanca en una punta del casco histórico y salía en la otra punta después de dejarse llevar por la corriente a través de un meandro. De ahí, a Lausana y su fastuoso museo olímpico, un regalo para los amantes del deporte… y también para quienes no los son. Y el final, en Ginebra, una ciudad que me ha enamorado porque ha sido capaz de conservar, imagino que por su músculo financiero, el pequeño comercio, con lo que paseas por calles repletas de tiendecitas y prácticamente no te cruzas con una franquicia. Mi sueño de ciudad. Lo que siempre he defendido y cuidado en mi barrio.

Entre medias de todas estas ciudades, subimos a varias montañas. La más espectacular fue Jungfrau, donde te acercas, con la ayuda de un tren cremallera y un teleférico, al pico (4.158 metros). Hay un mirador a 3.454 metros, pasas por un túnel de hielo y sales a pisar la nieve al lado del glaciar. También subimos 800 metros en menos de dos horas para llegar a la cima del Harder Kulm. Pero lo que

más me gustó fue encontrarme con la Suiza de mi imaginario en el descenso del Monte Rigi (1.800 metros). Subes en un tren cremallera y puedes bajar eligiendo diferentes senderos que atraviesan la Suiza que descubrimos los ‘boomers’ viendo ‘Heidi’. Empinadas laderas, grandes prados verdísimos, cabañas de madera, pequeños lagos… Y siempre, absolutamente siempre, escuchando de fondo el cencerro de las vacas que hay por todas partes.

Por el camino, ya a pie, en cada cruce hay un poste que te indica hacia dónde ir, qué tiempo tardas en llegar a cada destino y cuáles tienen un medio de transporte (sobre todo tren cremallera y teleférico) para regresar al lago desde el que has llegado en barco o tren. Un paraíso del senderismo. A mí fue lo que más me gustó y durante cuatro horas fui tremendamente feliz.

El caso es que durante tres días consecutivos subimos a una montaña llena de verdes praderas, a otra a través de un bosque frondoso y hasta alta montaña rodeados de nieves perpetuas y glaciares. Y todo eso sin coche. El gobierno suizo, o los cantones, lo ignoro, la verdad, ha organizado una red de transportes públicos para que el ciudadano pueda llegar desde la ciudad al corazón de la montaña. Esto me ha pasado en Suiza, Rumanía, Gales… Y gracias a esos servicios públicos, unos más caros que otros, he podido recordar cada verano que a mí, en realidad, me encanta caminar por el monte.

La afición la pierdo en cuanto regreso a València. Y no porque estemos a 30 grados por el día y a 26 por la noche. La pierdo porque no conduzco y no encuentro la forma de llegar a la montaña. Solo, en algunos casos, hay líneas de tren que te acercan al interior de la Comunitat en trenes que pasan cada siete horas. Sale uno a primera hora del día, otro a mediodía y otro al anochecer. Y, claro, así no apetece porque puedes acabar tu caminata y que te queden dos horas de espera en un apeadero o en una estación sin un mísero bar.

Tenemos unas montañas fantásticas, más asequibles que muchas de Suiza, y muchos no las podemos disfrutar porque nadie se ha preocupado en darnos la oportunidad de llegar hasta ellas. Pero nada, tranquilos, que en nada volvemos a trabajar, nos olvidamos y no nos damos cuenta de lo que nos perdemos hasta que llegue el próximo verano, huya en busca de lugares más frescos y me reencuentre con la montaña en algún lugar del mundo.

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