VALÈNCIA. Si el Valencia se mira de perfil desde 2004 -como fecha referencial de demasiadas cosas-, el club se podría explicar a partir de una simbiosis con el poder gubernamental, cuyo intervencionismo acaba en un exceso de fraternidad, y en el deseo general de que aparten sus sucias manos del VCF. Los intentos por frenar a Roig. Las reuniones de Blasco con Víctor Vicente Bravo. Palacios góticos, edificio Europa. González Pons llamando Mijatovic a Joan Ignasi Pla. Nos queríamos demasiado entre nosotros.
Era cuando el entorno local y la institución viajaban juntas, tenían relaciones demasiadas íntimas. Con el deterioro progresivo entre la propiedad y el club, al punto de tenerse que pellizcar para comprobar si el Valencia sigue estando en València, las cosas han cambiado tanto que clamamos porque sean los políticos en el gobierno los que, ahora sí, metan mano. Más bien, una imposición de manos sanatoria, con la ATE como lubricante.
El grito de auxilio es una reacción humana a partir de una desesperación: a fin de cuentas las instituciones valencianas son la última rendija por las que la ciudad se puede colar en un club que creía suyo. Se insiste y se lee que es la hora de que los políticos lo resuelvan. Con una mecánica que intenta soplar y sorber: que arreglen el desaguisado, que no se metan.
En 2004 Juan Soler anunciaba en la intimidad que gracias a la confluencia política el Valencia ingresaría 550 millones (“si fuera médico, trataría de descubrir una vacuna; como soy promotor, hago esto”), a la estela de Florentino y sus 502, recalificando los terrenos de uso deportivo a los que les crecieron como frescos pinos cuatro torres. En julio de 2009 el conseller Blasco apaciguaba a Vicente Bravo dándole consejitos con los que expoliar Mestalla. En 2014 los implants del gobierno valenciano eran incapaces de exigir a los fondos especuladores que garantizaran con compromisos firmados sus promesas. Para 2022 queremos que los mismos gondoleros nos saquen del pantano.
Grandes liberales reivindican la intervención del gobierno público en una institución privada, mientras que aguerridos ecosocialistas se conchaban con holdings remotos. Qué sindiós. Para sembrar un futuro desintoxicado, sería confortable comenzar por pedir a las administraciones que velen por los intereses generales en su sentido amplio. No solo por los nuestros. Y en este mismo instante eso se consigue dejando de concederle credibilidad a una panda de especuladores que extraen energía sin ofrecer nada a cambio. El encuentro, el próximo Día de los Inocentes, entre Puig y Murthy debería ser el inicio de un tiempo sin bromas.