VALÈNCIA. Una de las cosas que más le sorprendieron a Carlos Alberto Parreira, cuando llegó a España para entrenar al Valencia, fue la percepción que en la liga española se tiene de la ventaja de jugar en casa. Parreira nunca había dirigido a ningún equipo europeo y, fiel a la tradición suramericana de los años 90, creía que daba igual jugar en Mestalla que lejos del coliseo valencianista. Su creencia tenía cierta lógica. En los países del cono sur, el factor cancha no era decisivo e incluso en Argentina existía una ley que permitía que los clubes con más seguidores pudieran jugar sus partidos como visitantes en su propio estadio, si acreditaban que iban a acudir a ellos más espectadores de los que cabían en la cancha del equipo rival. Era una norma que favorecía económicamente a los débiles y que no se consideraba como una desventaja para ellos. Para muchos brasileños, argentinos o uruguayos, jugar en casa no era diferente a jugar fuera.
El técnico brasileño se dio cuenta bien pronto de que sus esquemas mentales sobre lo que significaba ser local saltaban por los aires en Mestalla. En casa, el Valencia absorbía la energía que desprendía esa grada apasionada hasta el límite, capaz de pasar del “mira que són roïns” al “ja tenim equip” en segundos, por mor de un gol o un error arbitral, y la transformaba en brío para resolver las situaciones más complicadas. Hay que tener en cuenta que Parreira llegó a Valencia como teniente coronel del “València campeó” que había prometido Roig, un equipo “con dos jugadores por puesto” que ilusionó a la masa, como tantos proyectos faraónicos construidos con arena. Parreira no encontró la calidad en el grupo que le habían prometido ni fue demasiado consciente del lío en el que se había metido, solo unos meses después de ganar el Mundial con Brasil, pero Mestalla, que prefería creer en las promesas de Roig que en las realidades de Parreira, lo aguantó hasta que se le agotó la paciencia. Y le enseñó que jugar en casa era otra cosa.
Lo que descubrió Parreira es lo que sabíamos todos los que hemos crecido viendo meter goles a Kempes o fallarlos a Welzl. Que jugar en casa era una ventaja de las grandes. Solo 15 años antes, el equipo de las copas con prefijos superlativos había cimentado sus éxitos en Mestalla, un fortín infranqueable que atenazaba a los rivales. Mestalla tenía entonces una grada de numerada que daba vértigo, casi colgada en los cogotes de los jugadores, propios y ajenos, según la ocasión. Diez años atrás, cuando la grada vertical de la numerada formaba parte de los escombros que dejó el Mundial'82, el decadente equipo que sufría el resacón de tanta copa, recopa y supercopa había convertido Mestalla en un “huevo frito”, donde todos mojaban, lo que desembocó en un descenso inevitable.
Las cosas no han cambiado mucho en un cuarto de siglo. En esta liga varada por el coronavirus, el Valencia basa la redención de una temporada caótica en su rendimiento en Mestalla, donde permanece invicto, donde se siente fuerte. Mestalla es un escudo protector, el lugar en el que el equipo se siente seguro y es capaz de salvar cualquier contratiempo, el espacio en el que sabe que va a dar lo mejor de sí mismo. Ante la amenaza de salir al exterior, el estadio valencianista es una garantía de confort, un hábitat en el que se siente arropado por aquellos que jamás le abandonan.
No hace falta ser muy listo para ver en esa querencia del equipo hacia su hogar una transparente metáfora de la situación que todos vivimos en este momento. En los días del “quédate en casa”, el hogar es un refugio que nos protegerá de las amenazas exteriores, el sitio en el que sabemos que no correremos ningún peligro si no lo abandonamos. Nuestra casa nos hará invencibles ante el virus que amaga con amargarnos la existencia.