VALÈNCIA. El martes el presidente de la Generalitat le entregó a Kempes la distinción de la máxima autoridad institucional de los valencianos. El olfato político del Palau pronto se puso en rojo y media plantilla de consellers se plantó juntó a la gran melena, acaso con el instinto de aprovechar una visita con la importancia de una suerte de jefe de estado: el del valencianismo. Hasta aquí lo lógico. Políticos arrimándose a una oportunidad. El contraste viene cuando el club que, como una vasija, guarnece la gloria de Kempes, hace del desapego un hábito para con él. Apartándose, enviando una representación magra, desvinculándose como si en lugar de su principal icono fuera ese verso destartalado que no sabe lo que dice. Tan poco complaciente, tan íntegro, que a los enviados del propietario les resultaría más cómodo en formato fósil que en pleno movimiento.
Los máximos representantes del Valencia aprovecharon una agenda repleta de planes para no hacerse la foto con Kempes. Un hecho que es probable que solo sea anecdótico y no denote mucho más, sino fuera por esa constancia con la que la sala de máquinas prodiga su desconexión por la realidad local, la desconfianza por la herencia recibida.
Por pura inteligencia práctica, los mitos deberían estar por encima de sus opiniones, por tanto a los dirigentes debería preocuparles poco si son opositores o aliados, en caso improbable. Les resultaría más productivo tan solo reconocerles como lo que son: el simbolismo y los nutrientes que conforman el Valencia como un club de contenido histórico. Elegir, frente a eso, el aislamiento quizá sea más comodón pero demuestra una impericia épica.
Que Kempes sea homenajeado por la Generalitat obliga, cuanto menos, a la presencia del presidente del club y de sus principales fuerzas (si las hubiera). Justo porque es un momento único en el que un territorio enuncia la vinculación a una sociedad deportiva a través de una figura con peso de leyenda.
No estar, apartarse, solo enuncia otra vez más la obsesión del patrón por proyectar un club que no tenga pasado y que carezca de ligazón territorial. Que no venga de ninguna parte y que no esté en ningún sitio. Las condiciones naturales de un proyecto probeta en el que la ruina causada por los propietarios anteriores justifique -como tanto le gusta predicar al presidente- que el Valencia se vea abocado a su anulación. Así será más fácil que un buen día, al pasar por su gigantofoto, Mestalla se pregunte: “¿quién es Kempes?”.