VALÈNCIA. Dice mi amiga María, que fue velocista, que tiene cuatro hijos y que es psicóloga, que no pasa nada si disocio, que es un mecanismo de defensa de mi cerebro. Y me explicó esto después de que yo le contara que unos días antes, releyendo los mensajes que había escrito esa misma tarde en un grupo de amigos del atletismo, no me reconociera. Los leí, no entendí muy bien por qué había puesto eso y me metí para decirles que no iba a escribir más.
Esto me empieza a recordar a la pandemia, cuando pensábamos que estábamos bien y no lo estábamos. El otro día iba caminando por los pueblos del sur y me puse a pensar que se podría escribir un reportaje, formar un relato, solo con las frases que vas cogiendo al vuelo de la gente que vas dejando atrás mientras avanzas. Uno cuenta que su hermano se quedó tirado en mitad de la carretera luchando contra la corriente; otro explica que estuvo subido en un árbol toda la noche; otro, que duerme con un cuchillo debajo de la almohada; una madre cuenta que estuvo con la niña con el agua al cuello… Lo extraordinario se ha convertido en lo cotidiano en los pueblos afectados por la dichosa Dana.
Nunca había vivido algo así. Jamás. Recuerdo cuando España ganó el Mundial que casi todo el mundo hablaba de lo mismo. Del gol de Iniesta. De la parada de Casillas. Del beso a Sara Carbonero. Pero también escuchabas a una mujer contarle a otra en el mercado que iba a hacer un potaje. Y a otro decirle a una amiga que su hijo estaba acatarrado. Y dos chavales hablaban como enamorados de una chavala. Pero ahora no. Durante cinco o seis días la gente en Valencia solo habló de esto. Solo se oían conversaciones sobre las inundaciones.
El tiempo, como en el confinamiento, empieza a transformarse. A veces va lento y a veces, rápido. Ahora piensas en el 29 de octubre y parece que hayamos vivido siete vidas desde entonces. Pero, al mismo tiempo, los días se pueden hacer largos y apestosos rodeados de barro y miseria y pena. Y todo eso nos pone sensibles. Yo los primeros días me ponía a llorar en cuanto veía un vídeo. Y hemos visto muchos vídeos. Seguro que demasiados.
Dice María, mi amiga, que a veces también hay que parar de ver vídeos.
Aunque también es verdad que tanto dolor, y esto quizá también sea un mecanismo de defensa de mi cerebro -que es mucho más listo que yo-, nos va endureciendo, va haciendo que cada vez seamos menos sensibles. Y lo que el primer día te llevaba al llanto, ahora te conduce hasta una pena soportable.
Hay excepciones. Ahora me ablanda más la bondad que la tragedia. Lloro más viendo a los niños del yogur -sin duda, el vídeo más bonito de esta catástrofe- que ante una montaña de coches al lado de las vías del tren en Alfafar. Los minutos de silencio del Metropolitano y del Bernabéu han sido como si alguien te cogiera el corazón y te lo apretara fuerte. Muy emocionantes. El valencianismo, que estaba casi a guantazos con los madridistas, se ha reconciliado con el Real Madrid. De allí han venido detalles que no se olvidan.
Y cuanto más cerca, más te toca. El jueves le leí a mi amigo Héctor el relato de cómo salvó su casa en Chiva y me emocioné como si fuera uno de los amigos que estuvieron ayudándole a apuntalarla junto a la colla de chavales que llevó Alexis, su hijo. Los jóvenes que parecían de cristal y han resultado ser de titanio.
Ellos nos han dado una lección fabulosa. No solo por todo lo que han hecho calle por calle, pueblo por pueblo, sino porque, además de su trabajo y su talento, han aportado su energía. Y sus sonrisas, su ánimo y su buen humor, siempre al servicio del desgraciado, han levantado la moral de una población que tenía para entrar en depresión. Ellos les han salvado. Nos han salvado a todos. Porque es una delicia caminar hacia La Torre o hacia Paiporta y ver a esa legión de chavales con sus escobones caminar con la camiseta del equipo de fútbol o de una carrera popular de barrio. Y a las chavalas con las mallas largas y su peor camiseta, la de unas fiestas de pueblo de hace varios veranos.
También me hace gracia que otro amigo, Diego, que es periodista futbolero de manual desde los tiempos de Maricastaña, se haya reconvertido en un reportero extraordinario que cada día coge la mochila, la bici carísima que nunca había usado porque es un perro y se va por los pueblos a contar lo que pasa en la calle. En tiempo de bulos, periodismo.
El deporte ha pasado a un segundo plano. Las senyeras han sustituido los carteles de Peter Lim. El ‘Sols el poble salva al poble’ le ha quitado el sitio al ‘Lim, go home’. Y en cualquier pueblo al sur de Valencia hay más porquería que en el nuevo estadio ese que tienen abandonado desde hace demasiados años.
Estamos a otras cosas. Y ya, igual que nos hemos inmunizado ante el horror y cada vez lloramos menos con los vídeos de Instagram, parecemos neoyorquinos, que ni pestañeamos ante ese concierto de sirenas que nos persigue y nos rodea desde hace días.
Aunque ahora, cuando ya iba a enviar este artículo, me ha surgido una duda: y si mañana, cuando lea esto, no me reconozco, ¿qué pasa? Se lo tengo que preguntar a María.