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VALÈNCIA. Camino de los cien años, Félix Sienra (1916-2023) tuvo que ponerse en manos de un monitor que le guiara y le contuviera porque, de tanta gimnasia que hacía por su cuenta, se desgarró un músculo. El uruguayo seguía la norma que me comentó hace unos meses el septuagenario Roberto Ferrandis: “Fernando, si te paras, te mueres”. Así que a Sienra le daba igual tener 100 que 102 años, él siempre trataba de mantenerse activo. Hace unos días, el 21 de enero, cuando celebró sus 107 años, aún fue al Yacht Club Uruguayo y celebró su aniversario con un pedazo de tarta decorada con un velero. Nueve días después murió convertido en el olímpico más longevo de la historia.
Sienra era regatista y llegó a ser olímpico en los Juegos de Londres 48. Años atrás, en 1934, se había inscrito en una regata que se iba a celebrar en el Yacht Club con unos barcos modernísimos que acababan de importar de Francia. La experiencia le gustó tanto que decidió ahorrar dinero para hacerse socio del club y convertirse, de paso, en un navegante más experimentado y con más conocimientos. Con una coyuntura universal diferente, sin una guerra mundial, Sienra podría haber ido a más citas olímpicas, pero el gran evento deportivo del planeta se suspendió y no pudo debutar hasta 1948.
En 1948 no perdonó y ganó las regatas de selección para los Juegos de Londres. Félix viajó al viejo continente con una aerolínea argentina no muy fiable que, debido a un fallo en un motor, tuvo que hacer una parada en Marruecos. Ya en el puerto olímpico, cerca de la había de Torquay, como los equipos estaban ordenados por orden alfabético, al representante de Uruguay le tocó al lado de británicos (United Kingdom) y estadounidenses (United States). Su único asistente, con fama de mujeriego, andaba siempre por ahí perdido mientras, al lado, las dos grandes potencias de la vela contaban con un equipo repleto de técnicos.
Esa desigualdad llamó la atención de un español que paseaba por el pantalán. Aquel hombre se acercó y se presentó a Félix Sienra. Le dijo que se llamaba Juan, que era español y que vivía en Portugal. Después, mirando los barcos de al lado, le preguntó si no se desanimaba al ver que la batalla con sus rivales iba a ser muy desigual. Félix sonrió y le contestó: “Para nada. Esto es en tierra, en el barco seremos todos iguales: ¡uno en cada barco!”. Y no contento con eso, desafió a aquel español y se apostó con él que al menos iba a derrotar a uno de esos dos equipos (estadounidense y británico). Juan aceptó el reto y dijo que lo que había en juego era una botella de coñac español.
Cada mañana, Félix recibía la visita de ese español llamado Juan y hablaban de cómo iba la competición. El último día, en la última manga, se levantó un fuerte temporal y ahí emergió el talento del uruguayo para superar a Gran Bretaña y terminar en un sexto puesto, en la clase Firefly, que aún es el mejor resultado de un uruguayo en unos Juegos. Después se encontró con su nuevo amigo y le recordó que había ganado la apuesta. Juan, entonces, le invitó a hacerle una visita a su barco por la tarde.
Llegado el momento, Félix se acercó al lugar donde le dijo que tenía amarrado su barco y, al acercarse, le paró un oficial y le pidió que se identificara. Félix, extrañado, preguntó entonces quién demonios era ese español, y el guardia le indicó que su nuevo amigo era don Juan de Borbón -padre de Juan Carlos I y abuelo de Felipe VI-.
Al acabar los Juegos, el comité olímpico uruguayo entregó cien dólares a cada deportista. Félix los sumó a otros 350 que tenía ahorrados y se fue con otros compañeros a recorrer Europa: Suiza, Austria, Italia, Francia, Barcelona, Madrid y, finalmente, Lisboa, donde tenía previsto coger cualquier avión que no fuera de la misma compañía argentina que le trajo. Eso sí, como había agotado todos sus recursos, pasó la última noche en el aeropuerto antes de regresar a su país.
Sus más de cien años de vida le dieron para mucho. De adolescente, con 14 años, vivió el Mundial que se celebró en Uruguay. El día de la final se coló, como tantos otros chicos, en el estadio Centenario de Montevideo, pero luego salió a la grada y se encontró tal gentío que era imposible ver ni un trocito del campo. Así que decidió marcharse y escuchar por la radio, en la calle, la victoria (4-2) de su selección sobre Argentina en la primera edición de la Copa del Mundo.
Félix y otros amigos se reunieron en la costa y celebraron el triunfo con un asado de corvina. La borrachera fue monumental, pero también la última de su vida. La siguiente gesta balompédica de Uruguay, al del Maracanazo, le escuchó de nuevo en la radio, pero esta vez navegando en su velero.
Después de su experiencia en Londres 48 tuvo la oportunidad de repetir en otras ediciones, pero Félix pasó a ocupar un cargo de responsabilidad y tuvo que renunciar a los siguientes Juegos Olímpicos. Sienra también fue comodoro del Yacht Club Uruguayo en dos tramos: de 1973 a 1975 y de 2003 a 2005. Y además llegó a ocupar la vicepresidencia del Comité Olímpico Uruguayo.
Hijo y hermano de abogados, él también estudió derecho. Decía que sus primeros clientes, como no podía ser de otra forma, salieron del Yacht Club, donde también conoció a Margarita, su mujer, con quien tuvo cuatro hijos, que, a su vez, le dieron diez nietos y más de diez bisnietos. Antes de morir aún tuvo tiempo de batir el récord de longevidad del estadounidense Walter Wash, quien, en 2014, se quedó a cinco días de cumplir los 107 años.
Esta semana vi una entrevista que le hicieron en ‘El Observador’ poco después de convertirse en centenario. Me encantó su lucidez mental, su buen humor y la naturalidad con la que hablaba “de los tiempos viejos" con el bastón sujeto con la mano derecha y dos pares de gafas colgando del cuello. El entrevistador le insistía en que la anécdota del español había sido con Juan Carlos y pese a que Félix le explicó que no, que había sido con su padre, que estaba exiliado en Estoril y con quien se carteó durante un tiempo, el periodista insistía en lo curioso que era haber conocido al emérito.
La vela uruguaya y mundial lloran la pérdida de este viejo olímpico, mientras una francesa, Yvonne Chabot-Curtet, ha pasado a convertirse, a sus 102 años, en la olímpica más mayor. Esta mujer nacida en Cannes en 1920 compitió en salto de longitud en los Juegos de Londres 48 y Helsinki 52.