VALÈNCIA.La oscuridad se va disipando ante mis débiles zancadas. Me espera un día largo, pero quiero cumplir y me lanzo a la carrera al alba. Como en los buenos tiempos. Hay que correr, pues a correr. Cuando falta un minuto para las ocho, a las 7.59, ya llegando al Palau de la Música, mi misma meta desde hace décadas, se apagan las lucecitas que iluminan el carril para corredores del viejo cauce. Seis horas después miro por la ventanilla del avión de la TAP y. Veo el delta del Tajo en su aproximación al aeropuerto de Lisboa. Brilla el sol con rabia y dan envidia los barcos que navegan allá abajo sobre ese inmenso manto de agua con reflejos de plata.
Delante, en la fila 5, dormida bajo la capucha de la sudadera, viaja Andrea Romero. Ella no lo sabe, pero es la persona que utilizaré para describir a la protagonista de ‘Formentera’, la novela que siento que escribiré pronto y a la que llevo dándole vueltas hace años. Andrea, una chica de 23 años, es de Formentera, pero vive en València, donde entrena a las órdenes de José Antonio Redolat. La fondista es una de las atletas de Hoka, la marca que ha decidido reunir este fin de semana en Lisboa a deportistas, ‘influencers’ y periodistas.
Se me taponan los oídos. Me tiro un Smint en la boca y pienso en lo bonito que sería llegar en plena forma para correr el maratón, como Juanma Bellón, el compañero del ‘As’, pero no. Estoy viejo y gordo y arrastro unas molestias en el isquio que me van a impedir correr con dignidad un mísero 8K. No se lo cuento a nadie por vergüenza. Bastante tengo con correr dos minutos por kilómetro más lento que los demás. Pero estoy feliz. Portugal es un país que me cae bien.
Ahora pasamos por encima de un acueducto. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto de un vuelo. Me caben las piernas, algo inusual para un tiparraco de 1,90 en la era del ‘low cost’, y no hay nadie sentado a mi lado. No recuerdo la última vez que volé sin llevar las rodillas clavadas en el respaldo del asiento de delante. En el asiento del pasillo va sentado un hombre que no para de escribir por el guasap. ¿Por qué siempre me toca al lado alguien que escribe por el guasap en pleno vuelo? ¿O es que ya todo el mundo usa el teléfono con el avión en el aire y yo no me he enterado?
Unas horas después, como en uno de esos giros de las pelis de acción, estoy subido en un barco rodeado de influencers surcando el Tejo, que es como los portugueses llaman al Tajo, el río que nos une, como otras tantas cosas, pese a que nos empeñamos en vivir de espaldas dentro de una misma península. En la cubierta del barco, mientras un DJ anima el cotarro, chicas y chicos sonrientes, impecablemente vestidos de Hoka, sin una arruga, todos relucientes, conversan animadamente mientras yo, inseguro por el vaivén de la embarcación, trato de subir por una escalera muy estrecha rezando para no ser el tonto que se cae. Una vez más he metido la pata y en vez de ponerme la camiseta de la marca, llevo una con el esqueleto de un drugo de la Naranja Mecánica. La gente me mira raro. Empezamos bien...
Lisboa acogía el domingo su maratón y organizaba, de propina, un medio maratón y un 8K. El patrocinador deportivo había decidido invitar a atletas, ‘influencers’ y periodistas para que conociéramos el evento y el primer día decidieron entretenernos y conquistarnos con un plácido paseo por el río mientras el sol cae por detrás del puente 25 de abril. Nos dividen por equipos y nos ponen a jugar a una especie de trivial. Mi equipo va primero y sólo queda una pregunta, un guiño para hacerse un poco de publicidad: ¿Cuál es el eslogan de Hoka? Hasta entonces, durante más de 40 preguntas, he decidido mantenerme en segundo plano, dejar que los demás contesten, para no meter la pata, que es mi especialidad. Pero esa última me la sé. Lo he visto decenas de veces: Time to Fly. No miro las otras tres respuestas. No espero a que nadie pulse. Lanzo mi dedo y pulso mientras miro al resto con aire triunfal. Nada más hacerlo escucho el grito de mis compañeros: “¡Nooooooooo!”. El último año Hoka ha renovado su eslogan por uno nuevo: “Fly Human Fly”. Lo he vuelto a hacer…
Son las nueve de la noche y me he lanzado a la barra para olvidar el bochorno. La mayoría sólo bebe agua. Pero los periodistas hacemos trabajar el tirador de cerveza y nos vamos relajando. Reyes Estévez sigue siendo el puto amo. Hace años que se retiró, que dejó de poner el estadio en pie con sus aceleraciones eléctricas, pero ahora corre con brillo en carreras de ruta y encima nadie se acerca a su aura de estrella. Reyes habla con Yago Rojo. Los dos van a correr el Maratón de Valencia. Todo el mundo va a correr el Maratón de Valencia. Durante el fin de semana la gente no para de hablar del Maratón de Valencia. Reyes quiere bajar de 2h20 el 3 de diciembre. Con 47 años. Es un animal. Yago le cuenta que pretende pelear por una de las plazas olímpicas y a Reyes se le enciende la mirada. “Te escucho y me sale el ojo del tigre. Eso es lo bonito del atletismo, pelear por los objetivos”.
Reyes dirige al día siguiente un entrenamiento en el que todos vuelan, pese a que dicen ir despacio, y yo me arrastro muchos metros por detrás. Lo bueno es que ya hace mucho que eso dejó de importarme. Me sigo moviendo y a mí me vale. Por la tarde todos se quedan descansando en la habitación por la carrera del día siguiente y yo me voy de turismo. Alguna ventaja ha de tener ser la tortuga del grupo. Lisboa es otra ciudad derrotada por el turismo. Recuerdo mis visitas en 2000 y en el Mundial ‘indoor’ de 2001. Entonces había que buscar los famosos pastelitos en una cafetería escondida de Belem. Ya no. Ahora están por todas partes y Lisboa parece un inmenso pastéi de nata.
Pero sigo paseando y veo que Lisboa también es la ciudad de los rincones donde las parejas de jóvenes se pasan un brazo por encima del hombro mientras esperan, sin prisas, la vida es para ellos, que el sol se ponga sobre el Tejo y la luna les saque a bailar por los antros bulliciosos de Alfama. O la ciudad de las librerías hermosas en las que da rabia no hablar portugués.
Suena el despertador bien temprano. Bajo a desayunar y me siento en la mesa mientras Reyes Estévez le cuenta a Sergio Heredia, un periodista de ‘La Vanguardia’ que escribe muy bien y corre muy bien, que su madre, hasta de tanta quincalla, utiliza las copas que gana en las carreras como macetero. Un rato después vamos en un autobús escoltados por dos motos de la Policía. Isma (@isma_non_ en Instagram), un chaval muy joven, muy humilde y muy listo que lo está petando en las redes sociales, enchufa un altavoz y pone la música de su tiempo. Reguetón en vena. Lidia Campo, una atleta pro muy simpática, le dice que a ver si pone algo mejor. Isma le concede el ‘Jindama’ de los Marea y cuando me doy cuenta estoy moviendo la rodilla nervioso.
Bajamos del autobús. Todos van impecables y entonces me fijo que yo soy un cuadro. Llevo el dorsal torcido y encima se me ha rajado por debajo cuando me he subido la sudadera. Miro los pies de mis compañeros y descubro que soy el único al que no le han regalado las Rocket, lo más alto de su gama de zapatillas. Luego se entiende: ellos se van nerviosos hacia delante y yo me marcho caminando tranquilo hacia la cola. Estamos en el gigantesco puente Vasco de Gama, doce kilómetros por encima del Tejo. Soy el lento al que todos miran raro porque no llevo tatoos que ponen run, un muñequito corriendo o palabras motivadoras. A mí me gustan los dos que lleva Andrea encima de los talones. En uno pone sonrisas; en el otro, lágrimas. La vida misma.
Un rato después están comentando sus resultados. Han corrido a ritmos que ni imagino. Cogen sus medallas y se suben a un Tuk Tuk. Falta un sitio. Levanto la mano y les digo que estén tranquilos, que yo me vuelvo andando. Necesito un poco de aire. Se me une Nacho Barranco. Nos vamos charlando de nuestras cosas por la plaza de Rossio. Llegamos a la tiendecita que vende la ‘ginjinha’, el licor de cereza, y subimos por las escaleras. Luego por otras. No paras de subir y subir. Llegamos al hotel y lo que han subido todos es contenido fresco a su redes sociales. Son dos tiempos distintos. Dos velocidades distintas. Pero los dos son válidos. Los dos cuentan un relato. Yo tengo claro que nunca seré un ‘influencer’. De hecho, noto cómo me observan de reojo las chicas de marketing y sospecho que se preguntan: ¿Qué demonios hace este señor aquí si es el anti influencer?