No soporto a los runners de azotea y de garaje. Ni a los futbolistas que nos animan a no parar desde sus amplias mansiones
El otro día estuve a punto de tirar la báscula por el balcón. No me gustaba su conversación. La tía no para de decirme que estoy más gordito. Y ya estoy harto. Tiene razón. Y por eso me molesta. Pero es que tengo más trato con la nevera que con mis amigos. Pero estoy bien, oye. ¿No? Todo el mundo está fenomenal. O eso dicen.
Llevamos una semana leyendo consejos. Que no trabajes en pijama, que te impongas unas rutinas, que intentemos hacer ejercicio... Es imposible no hacer una vida de confinamiento perfecta: nos lo están recordando cada diez minutos. Y yo ya estoy harto. Que me dejen en paz. Que me dejen en paz los apocalípticos, recordándote cada diez minutos en los grupos de guasap que vamos a morir todos y que, si no morimos, vamos a acabar viviendo en la indigencia, bajo un puente. Y harto también de los buenistas. Esos que juegan a la solidaridad regalándote el libro que no lograron vender. O repartiendo consejos que en realidad son bisutería emocional.
Yo tengo la mecha muy corta, y ahora más. Soy un rabioso, lo confieso. Y al principio de esta historia, cuando ya había tomado conciencia de que había que estar en casa y resistir, no podía soportar que el río estuviera lleno de gente corriendo y haciendo crossfit y patinando y escalando. Y después, cuando tuvo que ir la policía a tirarlos de allí, me daba rabia ver a la gente deambulando por la calle.
Luego vinieron los listos. Los runners de azotea o de garaje. Lugares comunes donde también está prohibido hacer deporte. Y yo entiendo su necesidad, a mí también me limpia la mente una carrerita. Por eso corro desde hace 35 años. Pero no comparto su desahogo a la hora de saltarse las normas. Hay una razón superior infinitamente más importante que su ansiedad o su nerviosismo por quedarse en casa: la salud de una ciudad, de un país entero. Y, vinculado a esta, el desplome de la economía. Creo que son argumentos suficientes para pegar un portazo y no volver a salir hasta que sea estrictamente necesario.
Pero hemos enloquecido. ¿O no es haber enloquecido que esté medio país intentando darle nueve toques a un rollo de papel higiénico? Es duro. Y cada uno busca su vía de escape. Yo me he puesto a hacer tablas de ejercicio por las mañanas. Una sí y una no. Y me da asco. No soporto hacer deporte encerrado entre las cuatro paredes del agujero donde vivo. Porque sí, está muy bien que todo el mundo, otra vez la filantropía, comparta mil formas de mover nuestra osamenta, pero yo veo sus vídeos y casi todos lo hacen desde un jardín, más o menos amplio, con o sin piscina, y no encajonado, como yo, entre la televisión y una estantería.
Pero si yo lo tengo mal, no quiero ni pensar los deportistas profesionales. Esos que se tomaron las uvas pensando en los Juegos de Tokio y que ahora, cuando tendrían que estar poniéndose a punto para el gran momento de su vida, de su existencia, se encuentran confinados en casa sin poder nadar, sin poder luchar, sin poder practicar la técnica de su especialidad.
Me dan pena, como amante del deporte que soy, pero relativa. Creo que las prioridades han dado un vuelco y el reto al que se enfrenta este país, este planeta, aplasta todo lo demás. Ya lo dijo el otro día, y le honra, Raúl Chapado, exatleta del Valencia y presidente de la Real Federación Española de Atletismo: “Ninguna medalla vale más que una vida”.
Ahora hay quien puede entrenar y quien no. Algunos, como el atleta Ignacio Fontes, pidió ayuda a los gimnasios (cerrados) de su ciudad para ver si le prestaban una cinta para correr. Y lo logró. Pero otros necesitan mucho más que eso. Por eso detesto al futbolista de turno que proclama en las redes sociales que ellos no paran. Claro que no paras. Y yo tampoco pararía si tuviera una cinta de correr de última generación al lado de una piscina climatizada y un gimnasio privado. No es que no paraba, es que salía del confinamiento más fuerte que ‘La Roca’ Johnson.
Estoy desesperado, no me lo tengan en cuenta. La gente está desesperada. Se han agotado los rodillos para pedalear en casa. Como si fueran guantes o mascarillas, que, por cierto, de dónde demonios los sacáis. Porque están los enfermeros sin material para protegerse y cuando bajo al mercado me veo a todo el mundo, vendedores y clientes, mejor pertrechados que la gente que acudió a Fukushima tras el desastre. Misterios.