VALÈNCIA. Mi admirado Miguel Calvo, uno de los mejores escritores que tiene el atletismo, puso algo esta semana sobre la muerte de Bill Teasdale a los 98 años. Yo no sabía quién demonios era este tal Teasdale, así que me puse a investigar. Porque si Miguel creía que merecía una mención es porque tenía que ser alguien reseñable.
La búsqueda me llevó hasta los obituarios de algunos periódicos locales que llenaban de arabescos las gestas deportivas de este corredor agreste en unos tiempos, a mediados del siglo pasado, en los que aquel deporte ni se llamaba trail ni, en realidad, aunque sí en esencia, se parecía a lo que hoy conocemos como trail running.
Esta gente, hombres de campo fundamentalmente, se veían atraídos por los picos de su condado y se lanzaban a su conquista a la carrera. Dejaban los cultivos y los animales y se ponían a correr entre la niebla por la hierba húmeda y las rocas resbaladizas. Teasdale, que nació en 1924, era el pequeño de ocho hermanos y empezó trabajando con su padre en una granja de Caldbeck, una pequeña aldea donde no viven más que unos pocos cientos de personas. Nunca se casó. Al joven Teasdale le gustaba ser un hombre libre que se dedicaba a trabajar, a correr y a estudiar la tierra, la vida silvestre, la geología y muchas cosas más.
El chico se hizo muy popular en las carreras de pueblo que se celebraban en el condado de Cumbria. Y muchos días acudían de diferentes lugares y y se reunían diez mil personas en Grasmere, Ambleside o Keswick para verle correr. Poco a poco fue ganando carreras y más carreras hasta que terminó convirtiéndose en una especie de héroe local. Su leyenda se fue agrandando en las barras de las tabernas en las que, entre pinta y pinta, la gente hablaba de sus once victorias en Grasmere o las doce de Keswick, diez de ellas de forma consecutiva, forjando así su fama de hombre invencible.
Antes de cada carrera, Bobby Thirwall, algo así como su entrenador, un hombre que se ganaba la vida limpiando cristales, cogía su dentadura postiza y la custodiaba en una cajita de latón hasta que su pupilo cruzaba la meta. Muchos días llegaba magullado. A veces, como aquel día que venció en la Kilnsey Crag Race, aparecía con la cabeza sangrando. En otra entró primero con el tobillo como una pelota de béisbol. Más épica para inflar el aura de un hombre más duro que unas botas nuevas.
Su reinado se afianzó en Cumbria, el condado al noroeste de Inglaterra, a las puertas de Escocia, donde Teasdale amasó su fama. El corredor, que llegó a ser conocido como ‘King of the Fells’ (el rey de las cumbres), solo participaba en carreras de pueblo o festivales agrícolas. Lo suyo era un deporte amateur que hundía sus raíces en la cultura rural, pero en una ocasión, en 1954, se coló en el Vaux Lake District Mountain Trail y sacó más de media hora, o eso cuenta la leyenda, al que la carrera proclamó campeón. Dos años antes había debutado en la Ingleborough Mountain Race y batió el récord de la prueba por seis minutos.
La lectura de su historia me animó a saber un poco más de aquellos tipos duros del norte de Inglaterra y entonces descubrí a Bob Graham gracias a un artículo delicioso del escritor Richard Askwith en el ‘Financial Times’. Bob Graham era el responsable de una casa de huéspedes de Keswick que un día, en junio de 1932, salió a correr durante 24 horas y completó, con unas zapatillas rudimentarias, unos pantalones cortos y una camisa de pijama, un recorrido circular de 106 kilómetros por terreno escarpado, un sube y baja por 42 picos con ocho mil metros de desnivel. De vez en cuando se detenía, se comía un huevo duro y reanudaba la carrera.
Aquella gesta fue saltando de pueblo en pueblo y no tardaron en salir jóvenes con la intención de repetir su hazaña. De tal modo que en los años 50 acabó convirtiéndose en un gran desafío, en el Everest de las tierras del norte. Chris Brasher, que fue durante dos vueltas la liebre de Roger Bannister el día que se convirtió en el primer hombre en correr una milla en menos de cuatro minutos en la Universidad de Oxford, un atleta que, dos años después, ganó el oro olímpico en la final de los 3.000 m obstáculos de los Juegos de Melbourne, en 1956, lo intentó tres veces y acabó rendido y, a veces, vomitando.
Aquel desafío se acabó convirtiendo en la Bob Graham Round y encumbró a hombres como Joss Naylor, un pastor de Wasdale que hizo el circuito varias veces, incluso con una de las peores tormentas que se recuerdan en ese Parque Nacional repleto de picos y lagos. Sus gestas también fueron muy sonadas e incluyen los 214 picos de Lakeland Fells en siete días. Naylor corría todo lo que podía, pero si se cruzaba con un cordero en apuros, no dudaba en detenerse. La leyenda cuenta que corría con botas y unos pantalones cortados por las rodillas, y que se alimentaba con trozos de tarta y cerveza Guinness. Naylor era un salvaje capaz de llegar a la meta sin uñas en los pies o con los tobillos en carne viva por el roce de las botas.
Luego llegó Billy Bland, un albañil de Borrowdale que venía de una familia de corredores y que logró un récord de la Bob Graham Round que duró 36 años. Luego vinieron otros, incluido Kilian Jornet, el primero que bajó de las trece horas, pero eso ya fue en la era de las zapatillas de diseño, los geles y la ropa sofisticada. La misma dureza pero con un aroma muy diferente al de las carreras del difunto Teasdale y sus contemporáneos.