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opinión pd / OPINIÓN

Tres horas

19/03/2021 - 

VALÈNCIA. En los albores de la democracia, Valencia era una ciudad de paso en el corredor mediterráneo que los visitantes obviaban sin compasión. Para alguien que, por ejemplo, viajaba de Barcelona a Cádiz, cruzar Valencia era una obligación, porque las sesudas mentes del urbanismo nacional no repararon en que una vía de circunvalación evitaría la engorrosa incomodidad de atravesar un lugar con escaso atractivo. Valencia era, entonces, una ciudad sin alma, hasta el punto de que a algún político de mente brillante se le ocurrió colocar un cartel en la entrada norte que rezaba: “centro histórico: visita 3 horas”. En el fondo, aquella era una declaración de que Valencia era tan poco interesante para el viajero que no merecía ni una noche de hotel.

Yo crecí cuando la ciudad era gris y, por eso, nunca me ha parecido que Valencia fuera un lugar bonito, de esos que visitas y vuelves fascinado a tu casa, cargado de fotos de rincones repletos de belleza. Ni siquiera lo era antes de la maldita pandemia, cuando se convirtió en centro de peregrinaje de turistas con la Ciudad de las Artes y las Ciencias o un centro histórico “cool” que esconde sus miserias al paseante. Al fin y al cabo, son atracciones de cartón-piedra, engaños para atrapar al profano que esboza una ciudad barroca y mentirosa. Pero es la ciudad que más amo en el mundo. Quizás porque he nacido en ella y la conozco mejor que a muchas de las mujeres que han pasado por mi vida, creo que Valencia tiene un encanto que solo se percibe cuando vives allí: la irresistible atracción que tienen los lugares contradictorios. Valencia es contradictoria con saña: fanfarrona y con complejo de inferioridad, festiva y reprimida, nocturna y despiadadamente diurna, fea y con un irresistible atractivo. Las Fallas, su universal fiesta, son un ejemplo de lo que somos los valencianos y de la propia personalidad de la ciudad. Durante diez días, enseñan al resto del mundo monumentos de mentira que se han elaborado a lo largo de todo el año y que acaban siendo pasto de las llamas, con el fuego como símbolo de la destrucción de la felicidad, para volver a empezar otra vez con el mismo objetivo, hasta conformar un bucle interminable. Durante poco más de una semana, aterrorizan a los forasteros con ruido, alcohol y luz, porque el valenciano será poco cabal en muchas cosas, pero es generoso y hospitalario a su manera. Valencia es autodestructiva por naturaleza, pero entiende la autoaniquilación como una manera de renovarse. Y ya se sabe que es mejor renovarse que morir.

Su equipo de fútbol, como casi todos los equipos de fútbol del mundo, es un reflejo de la ciudad. Contradictorio como pocos, difícil de desentrañar a quien solo lo percibe desde la distancia y una continua fuente de problemas e informaciones sonrojantes en la prensa nacional, incluso cuando las cosas vienen rodadas. El Valencia, como Valencia, no soporta la mediocridad, el transformarse en algo invisible, una comparsa en el campeonato de liga que solo vive unos pocos días de gloria, cuando obtiene buenos resultados contra los más poderosos, y que transita con más pena que gloria por esa zona de la clasificación donde no viven ni los buenos ni los malos.

Esa mediocridad que se ha instalado en el imaginario del club es el peor castigo que nos ha legado Meriton. Con su modelo de negocio, y por ende su modelo deportivo, la tropa singapurense ha hecho del Valencia un equipo del montón, un conjunto inane que, como aquel cartel que veía el conductor poco antes de internarse en la Avenida de Catalunya para atravesar la ciudad, solo da para tres horas de emoción al año. 

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