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opinión

Un gol que había que gritar

27/12/2018 - 

VALÈNCIA. Naturalmente que el comienzo de temporada, calibrando las expectativas y lo que está pasando en el verde, está siendo decepcionante. Por supuesto que los resultados del equipo no están a la altura de la inversión realizada. Claro que el fútbol de los jugadores no está alcanzado, ni por asomo, el rendimiento óptimo del pasado curso. Y habría que ser un tonto a las tres y un rato después para no exigirle al equipo que se ponga a la altura de la afición, esa que sigue teniendo que cargar a cuestas con el peso de una leyenda urbana que dice que es dañina, cuando está teniendo toda la paciencia del mundo con un proyecto, un entrenador y un equipo que no acaban de carburar. Todo es cierto. 

Tanto, como que renegar del gol salvador de Piccini, uno de los más discutidos y con su pierna mala, caprichos del destino, es un dislate. Como lo es clamar contra la explosión de júbilo que supuso ese gol “in extremis”, como pretender enfriar la pasión del momento, como no tratar de hacer un gran esfuerzo para comprender en qué contexto se producía ese gol que salvaba los muebles, el sillón, la mesita de noche y la cubertería de plata, porque el Valencia CF se estaba ahogando en su propia impotencia. Sí, era el colista. Sí, era el Huesca. Y sí, por ocasiones, el VCF pudo perder. Pero ¿cómo no gritar toda esa rabia contenida en el último instante del último aliento? No haberlo hecho habría sido del género torpe. No se trataba de un partido ante el colista, sino de un partido donde el grupo parecía superado, donde todo volvía a jugar en contra, donde el atasco parecía monumental y donde la tensión se cortaba con un cuchillo. Hubo un sector que reclamó la dimisión del entrenador, otro que pitó lo que se estaba viviendo y otro, mayoritario, que acalló esos pitos y pidió paciencia para un equipo que no quería rendirse y quería sacar la pata de donde la había metido. 

Sí, se gritó el gol de Piccini como si no hubiera mañana. Sin recato, con rabia, con fuerza, como si fuera un título. Sin rubor, porque no había tiempo para eso, sino para vivir del presente, para vivir un instante potente. Y a pesar de agoreros y pesimistas, que suelen ser los optimistas bien informados, había motivo de sobra para hacerlo. Ese fue el grito de unos jugadores que estaban atenazados por la responsabilidad, de una plantilla que está pasando un mal rato, de un equipo que no acaba de encontrarse y sobre todo, de un grito de liberación de unos tipos que son de carne y hueso, no robots, que no tiraron la toalla, que lo intentaron hasta el final, que aparcaron sus problemas y limitaciones para obtener recompensa y que la encontraron, al borde del infarto, en unos últimos minutos de agonía con premio final. No haber ganado podría haber sido el principio del fin. Y ganar, como fuera, tener algo de tranquilidad y pausa para poder recomponer la figura, recuperar autoestima y salir del pozo. Claro que se gritó el gol de Piccini y se festejó, como se merecía, como se hace tras un buen día de caza, porque la ocasión lo merecía. 

Es posible que ese gol en el último instante de Piccini no cambie nada y la temporada del VCF siga siendo triste. O no, quizá permita al grupo tener confianza y tranquilidad para volver a demostrar de lo que es capaz. Lo que no admite duda es que celebrar la victoria ante el colista como si se hubiera ganado un título no es sinónimo de la gravedad de la situación, sino el reflejo de la angustia y de la desesperación que tenía un grupo humano en demostrar que, a pesar de que las cosas no le están saliendo, todavía tienen orgullo y rebeldía para revertir la situación. Descontextualizar ese gol sólo invita a querer potenciar la sensación de vacío que tiene el valencianista desde que arrancó el curso. Contextualizarlo ayuda a entender que un equipo que tenía pie y medio en la UVI, tuvo el coraje de sobreponerse a la adversidad y entregar lo mejor que tenía hasta el último aliento. 

No es momento de repartir carnés de buenos y malos valencianistas. Ni ahora, ni nunca. Pero en cambio, sí es momento de refrescar la memoria de todos los que dicen amar el escudo del murciélago: no ha existido ni un solo momento delicado en la historia de ese club en el que no se haya salido de las situaciones delicadas sin unidad; no existe un solo momento en ningún equipo de fútbol, sea grande o pequeño, que no se haya festejado como un título un gol que en otras circunstancias no se hubiera gritado como un título; y no ha existido jamás una afición que prefiera censurar mil errores antes que festejar un acierto de su equipo, por pequeño que sea. De hecho, hace semanas que el valencianismo sabe que sólo tiene dos caminos: escudarse en la autocompasión o apretar los puños en la dificultad. No hay equipo en el mundo que no sepa que, cuando las cosas no están saliendo bien, tiene una obligación: canalizar toda esa rabia contenida y transformarla en algo positivo. Eso se llama rebeldía. Y el VCF la tuvo. Naturalmente que uno festejó el gol de Piccini. No supo a un triste gol ante el colista, sino a liberación, a agonía con premio, a un equipo que se rebela y quiere dejar de mirar abajo para mirar arriba. Ese gol supo a un poquito de esperanza. Y el fútbol, amigos, es eso. Ilusión y esperanza. Eso fue ese gol.

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