VALÈNCIA. La entrada a Valencia por la pista de Ademuz está coronada por un monumento a la vergüenza. El esqueleto de lo que un día quiso ser la ciudad y no pudo, el recuerdo de unos tiempos en los que nuestros gobernantes decían que éramos el centro del universo, que todo el mundo hablaba de Valencia, mientras vaciaban las arcas públicas. Ese estadio que había prometido Juan Soler, con la anuencia, la sonrisa y el dinero de Bancaixa de Francisco Camps, para hacer del Valencia un campeón de la Champions es el mejor símbolo de la corrupción que puede existir. El involuntario monumento que supone un estadio de fútbol sin acabar supera en valor artístico a cualquier idea, por brillante que fuera, que pretenda reflejar los años en los que en nuestra ciudad se ataban los perros con longanizas pagadas con dinero público.
Esa masa de cemento que representa el escarnio nacional de gobiernos corruptos y políticos ladrones fue uno de los principales argumentos del propietario del club (un banco, como no podía ser de otra manera) para vender la entidad en 2014. El comprador, un empresario singapurense con afán de notoriedad y amigos (o eso decía él) ilustres en el fútbol internacional, asumió como propio el reto de terminar el estadio, en el primer bloque de mentiras que dejó para la posteridad nada más aflojar la pasta que le pedía Bankia y hacerse con el control del club. El panorama era alentador: un equipo de Champions en un estadio de Champìons. El sueño de Camps y Soler lo iba a hacer realidad un asiático que, por lo que decía, amaba al club.
Luego llegó lo que todos conocemos. Más mentiras, promesas que se desvanecen y palabras huecas que no se corresponden con los hechos, cada vez más elocuentes sobre las verdaderas intenciones del propietario. Cuando se quitó la careta, descubrimos que aquel tipo que se parecía al Chow de la saga 'Resacón' no había comprado el Valencia para convertirlo en un equipo de Champions, sino para exprimir todos sus activos, robar todo el patrimonio y, una vez descapitalizado, dejar que muera cuando esté en quiebra. Por supuesto, el estadio se tornó una molestia, una piedra en el zapato para cumplir sus objetivos. Y, con esa estrategia, pasaron años dando largas al ayuntamiento, que les urgía a presentar un proyecto serio, como esos estudiantes que aplazan los exámenes de forma cíclica pese a que saben que nunca estudiarán para poder aprobarlos.
Al final, cuando el acuerdo de la Liga con el fondo de inversión CVC inyectó de dinero a los clubes con la obligación de destinar una parte de él a renovar sus estadios, Lim se vio en la obligación de presentar un proyecto para retomar las obras. Dejaron atrás los días en los que los sicarios del Alí Babá de Singapur acudían a las reuniones con el alcalde de la ciudad con dos folios como proyecto urbanístico y presentaron un plan de futuro para retomar las obras.
El estadio que terminará Meriton será, por mucho que afirmen lo contrario, lo menos parecido al proyecto inicial que nos podamos imaginar. Un estadio de Copa Intertoto, con menos capacidad que el actual Mestalla, los equipamientos básicos y los materiales más baratos del mercado. Un estadio a su medida, en el que lo menos importante sea el fútbol (lo que menos les interesa del Valencia) y lo más, la oportunidad de negocio que les ofrecerán los negocios que construyan alrededor. Un estadio para un equipo pequeño, que no les suponga mucho gasto, no vaya a ser que acaben robando menos de lo que preveían, y cuya financiación adicional correrá a cargo del propio Lim, que le prestará dinero al club a cambio de altos intereses y otros favores que nunca acabaremos de conocer.
Así, el día en que hayan convertido al Valencia en un club insignificante que se encuentre al borde de la desaparición y tenga que alquilar su estadio para bolos de raperos o espectáculos del Cirque du Soleil todas las semanas, se cerrará el círculo y en ese lugar de la Avinguda de les Corts Valencianes que ahora acoge el esqueleto del campo corrupto volverá a haber un monumento a la vergüenza.