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análisis | la cantina

València es una ciudad cada vez más saludable

10/05/2024 - 

VALÈNCIA. Cuando era adolescente me pasaba la vida jugando al baloncesto en el colegio. De lunes a viernes. También los sábados por la mañana. Muchos sábados por la tarde, como el cole ya estaba cerrado, iba a jugar al baloncesto a las canchas que había en la Universidad Politécnica. Eran tardes intensas. Partidos feroces de 3x3 o 4x4, según los que fuéramos. A cien puntos. Muchas veces no nos saciaba un partido y el perdedor pedía la revancha. El ganador siempre aceptaba y volvíamos a enfrascarnos en una nueva lucha. A por otros cien puntos. Siempre íbamos los mismos: los hermanos Mulet, Rubén, Luigi, Pepe Serra y nuestro añorado Héctor, que nos dejó con demasiadas prisas hace unos años. A veces nos echábamos dos o tres horas corriendo, saltando y tirando a canasta.

No cambiaba aquellos partidillos por nada en el mundo. Los minutos volaban con aquella vieja pelota, esas canastas sin redes y nuestras zapatillas baratas. Habíamos jugado tantas veces que nos conocíamos de memoria. El tirito de Héctor, los tapones, y hasta algún mate, de los Mulet y sus tobillos de oro, las entradas de Rubén y Luigi, los reversos de Pepe… Cogías el balón y tu defensor sabía perfectamente cuál era tu lado fuerte y tu lado débil. Cuándo ibas a tirar y cuándo a penetrar. Tantas veces jugamos, que se dieron todas las combinaciones posibles entre todos los que nos juntábamos. Luego acababas, ibas a la máquina, te sacabas una Coca-Cola y volvías a casa en el autobús hablando de cualquier cosa.

Los domingos nunca quedábamos. Alguno ya salía el sábado por la noche, otros empezaban con las novias, algunas obligaciones familiares… Pero el motivo principal por el que no quedábamos era porque resultaba muy complicado encontrar una simple canasta. No abundaban las canchas callejeras. Esto no era Nueva York.

Ahora, ya de mayor, me sigo sorprendiendo cuando me encuentro una cancha por la calle. Me alegra el descubrimiento y siempre miro de reojo a los que están jugando. Casi sin querer observo a los chavales y con verlos medio minuto me vale para pensar: nosotros a esos les hubiéramos ganado.

Quiero pensar que la ciudad está mejor dotada que en los 80. Que los adolescentes que hoy quieran echarse un partidillo lo tendrán más fácil que entonces. Sea sábado, domingo o fiesta de guardar. Sí veo que tienen su sitio los patinadores y los skaters. Al que le guste correr no tengo ninguna duda que podrá hacerlo donde quiera y a la hora que quiera. Aunque, por cierto, ¿nadie piensa abrir nunca el melón de lo mal iluminado que está el carril del río para corredores? Yo no, que me riñe Álex Heras. El caso es que vayas donde vayas ves a gente corriendo. En la Marina, en el paseo marítimo, en la ronda que pasa por San Marcelino…

Pero la mayor sorpresa me la llevé el domingo. Tenía una comida en la Patacona y decidí, ahora que el tiempo todavía lo permite, ir dando un paseo. Recorrí la playa de la Malvarrosa -yo le llamo playa de la Malvarrosa a todo, hasta que llega a la Patacona- y de repente empecé a ver redes y redes y más redes de voley. No había mucha gente jugando, pero era la hora de comer. La casualidad ha querido que esta semana, solo unos días después, un amigo me llamara y me contara que la playa está llena de jugadores de voley playa.

La historia es que me gustaría saber todo lo que tiene la ciudad. Seguro que la Fundación Deportiva Municipal lo tiene en algún rincón de su página web, pero no me apetece, la verdad. Prefiero ir descubriendo rincones donde se haga deporte en la ciudad, como esas canchas que hay al lado del pabellón de la Fuente de San Luis, donde se montan unos partidos de fútbol sala con más público que en muchos campos de Preferente.

Ya no juego a nada. Solo corro. Pero sí hay algo que echo mucho de menos en esta ciudad, y es un camino para ir andando o corriendo hasta Pinedo y El Saler. Hay un carril bici, pero en la mayoría de los tramos no hay espacio en los márgenes para los caminantes, y los ciclistas se pillan unos cabreos monumentales cuando te ven invadir su espacio. Más allá de la convivencia entre ciclistas, corredores y andarines, creo que no estaría de más ponérselo fácil al que quiera ir de València a Pinedo (luego sí hay espacio suficiente para los paseantes). Creo que sería un aliciente para esta ciudad cada vez más saludable. Aunque la joya de la corona será cuando soterren las vías -creo que es el proyecto más ambicioso y atractivo para la ciudad ahora mismo- y se pueda ir a pie o a pedales desde el Parque de Cabecera hasta la orilla del mar y seguir por el paseo marítimo.


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