VALÈNCIA. Exigirle al Valencia el título es vivir una mentira, pero pedirle que
pelee por él, es un deseo, una creencia, una ilusión legítima, porque el
fútbol es precisamente eso, ilusión. Obligar al Valencia a ser equipo
Champions es un desafío, un reto mayúsculo que desea un público que
recuerda el orgullo de volver a ser frente al deshonor de no recordar lo
que siempre se ha sido. Y colocar el límite ché en la Europa League es un
discurso real, un ejercicio de realidad que ponderaría haber recuperado el
hábitat natural de un club que nunca debió abandonar la zona noble del
campeonato. Gane Liga o Copa, no levante ningún trofeo, sea de Champions o
de Europa League, se verá a final de temporada. Pero, más allá del lugar
final que ocupe el VCF en mayo, está la verdadera gloria, la que va mucho
más allá de la efímera victoria. El gran éxito es haber recuperado el ADN
que la magnífica historia de este club exige, haber vuelto a poner de
relieve la ética del trabajo, haber recuperado el espíritu competitivo que
siempre ha llevado al VCF a ser un equipo temible y un club respetado. Ese
es gran salto de calidad que ha dado ya este equipo.
No hace demasiado tiempo el Valencia CF se arrastraba por los campos, daba
una imagen triste, era la víctima propiciatoria para todos los rivales y
era, a nivel institucional, la casa de los líos, cuando no era el chiste
fácil en la oficina. Ahora todo eso ha cambiado. Y para muestra, un botón.
Al público de Mestalla, al que se falta al respeto desde el desconocimiento
y se trata de menoscabar con la leyenda urbana del “vete ya”, lo único que
le importa es que sus jugadores dejen todo lo que tienen sobre el campo,
que compitan siempre y que entiendan, de una vez por todas, que la camiseta
del VCF se puede manchar de sangre, de barro y de sudor, pero nunca de
vergüenza. Y ese título se ha conquistado con el extraordinario trabajo de
Marcelino y el compromiso de sus futbolistas. Durante el presente curso, no
ha habido partido en el que el Valencia no haya ofrecido una imagen de
equipo serio, trabajado, con una hoja de ruta y un estilo definido.
Naturalmente que el proceso de crecimiento del Valencia aún no ha
concluido, por descontado que el equipo necesita uno o dos refuerzos
puntuales que potencien la competencia interna y eleven aún más el nivel
del grupo, y claro que hay margen de mejora, porque hay cosas que corregir
y defectos que pulir. En eso anda la doble M, siempre atareada, Mateo y
Marcelino. Uno lidera desde los despachos y el otro, desde el verde.
Después de dos años calamitosos, de cometer todos los errores que se pueden
cometer, la propiedad ha puesto los destinos del club en manos libres y
responsables, en gente con sentido común que, en el Valencia, era el menos
común de los sentidos. El equipo lo agradece y la grada, aún más. Ya era
hora de dejar de hablar de la herida aún abierta del famoso proceso de
venta, de dejar de hablar de guerras intestinas por el poder, de dejar en
segundo plano la gestión institucional. Ahora en Valencia se habla, por
fin, de fútbol. De competir. De estar arriba. De ganar. De alimentar el
debate sobre lo más importante de este negocio: la pelota.
Frente al Villarreal se perdió, sí, pero el equipo tuvo rebeldía, siempre
quiso, buscó la victoria hasta el final y pese a la falta de pegada, acabó
aplaudido por el público de Mestalla, que exige porque paga. Jugando así,
como en su día dijo Valdano, siempre hay licencia para perder. Al fin y al
cabo, eso es lo único que siempre ha querido y pedido la gente del
Valencia: un equipo que no se rinda, que se mate por sus colores y que no
escatime un solo gramo de fuerza para conseguir sus objetivos. Eso antes no
pasaba y ahora pasa siempre. Un pequeño paso para el fútbol, un paso enorme
para el Valencia CF. Resulta imposible saber si ganará la Liga, si logrará
la Copa, si acabará en Champions o si quedará en tierra de nadie y sin
plaza europea, pero la verdadera gloria, esa que está por encima de la
victoria, se ha conseguido y no se puede volver a perder. El Valencia CF ha
vuelto, después de dos años de incompetencia y de turbulencias, y ha vuelto
para quedarse. Honor a los que honor merecen: a Alemany, a Marcelino y a
sus jugadores. El aficionado tiene claro que están dando lo mejor que
tienen y mientras eso siga siendo así, estarán con su equipo, porque le han
jurado amor eterno, hasta que la muerte les separe. Siempre que los
Marcelino Boys sigan dándolo todo en el campo, ganen o pierdan, la gente
tendrá intacto su sueño: un Valencia digno, reconocible y competitivo.
Soñar es gratis: el primer paso, el más difícil, se ha logrado, el VCF
vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser. Ahora falta el segundo,
seguir empujando hasta el final de temporada. Al valencianismo le llama
n iluso por tener una ilusión, pero no hay nadie en esta vida que no sepa que
los sueños se hacen realidad cuando tenemos el coraje de perseguirlos.