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peleando a la contra / OPINIÓN

Viejos

7/04/2020 - 

VALÈNCIA. Se diría que nacimos para las rutinas laborales, un cierto esparcimiento social y alguna dosis de entretenimiento. Así justificamos pasar trabajando dos terceras partes del tiempo que no destinamos a dormir, comer y evacuar. El curro, el bar y el fútbol, básicamente y con honrosas excepciones. En estas coordenadas vitales nos esforzamos por ser los mejores en todo. Es así como creemos aumentar nuestra esperanza de vida. No somos tan distintos a los animales, armados con nuestro instinto biológico. En el tajo nos dejamos la piel. Unos para tener éxito (nómina superior); otros por presumir de escaquearse más y mejor. En el bar alardeamos de una cosa o de la otra y también, por supuesto, de habernos acostado con tal o cual. Y en el fútbol (y de fútbol) sabemos más que nadie. Y matamos por nuestros colores. Puro primitivismo. El virus, sin embargo, nos ha sacado de todo ello y no tenemos ni idea de cómo encajar nuestra nueva vida en el viejo molde. Incluso el confinamiento nos ha llevado a pensar que tal vez podríamos vivir de otra forma. No sé yo.

Si yo fuese un secundario de La fuga de Logan hace dos décadas que me hubiesen jubilado. A los 30 sobrabas en aquel mundo anodino y profiláctico. Y lo que es mucho peor: en esa distopía el Llevant no existiría. Entre los años 80 y el siglo XXI los abuelos fueron el hilo que cosió al club blaugrana con su futuro. En una grada triste, vacía y taciturna, algunos preconizaban que cuando muriesen ellos desaparecería la entidad; otros, más optimistas (menos agoreros), transmitían a los pocos jóvenes historias sobre las que fundar un orgullo levantino: Caszely, Primera, el trenet a Vallejo, la Copa del 37, los Invencibles incluso. Escuchábamos boquiabiertos. 

Cada vez que alguien sugiere, explícita o veladamente, dejar morir a nuestros mayores, como el abyecto sacrificio para salvar la economía, recuerdo aquella grada de cemento; el bocadillo de embutido con tomate que me hacía mi abuela Concha para cenar a la fresca en Chiva; o los muelles por que me paseaba mi abuelo Felipo. ¿Qué sería de nosotros sin los viejos, propios y ajenos? ¿Cómo podríamos sobreponernos si un día asumiéramos algo tan repugnante como que entre nosotros sobra la imperfección de la vejez o la enfermedad?

El mundo que salga del coronavirus no será el de La fuga de Logan, aunque muchos queden por el camino. Los líderes que lo han insinuado, por ignorancia o para que algunas élites mantengan su voracidad, son pasado. La eugenesia neocapitalista que tantearon no tiene futuro.

El Covid-19, pese al rastro de destrucción y muerte que deja tras de sí, debe ser un catalizador de profundos cambios sociales, por bíblico que parezca: el virus como ejemplarizante castigo divino, como si realmente existiera una inteligencia superior, como si la naturaleza hubiese gritado ¡basta! en el marco de una planificación estratégica.

Volveremos a hablar de fútbol y de la primavera que empezó, con más discreción que nunca, el 20 de marzo. Releeremos El periodista deportivo de Richard Ford dejándonos acariciar por el sol en una plaza de la ciudad. Pincharemos a Antònia Font a todo volumen mientras los niños y las cervezas corren junto al paellero. Y el resto… ja vorem. Pero regresaremos a Orriols. Junto a nuestros viejos levantinos. Eso seguro.

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