análisis | la cantina

De correr en Roma a correr en Formentera

21/06/2024 - 

VALÈNCIA. Una de las pocas cosas que no me gustan de correr es que casi siempre lo hago en el mismo sitio, en el río, en València. Son tantos años ya que voy rodando por el viejo cauce que, esté donde esté, sé perfectamente lo que llevo y lo que falta sin girar la muñeca. Me conozco hasta dónde están los hoyos y las fuentes. Nada me sorprende y eso complica que me abstraiga del esfuerzo. La monotonía me mata, pero no puedo cambiar mucho de recorrido porque mi autonomía es escasa. Ahora mismo corro poca distancia y eso me impide ir hasta Pinedo o hacia otros lugares más variados. Lo único que puedo cambiar es salir del Palau de la Música en dirección al Oceanogràfic y cuando se acaba el jardín, salir a la calle y continuar hasta la Marina.

Por eso me encanta meter las zapas en la maleta cuando voy de viaje. Y ahora he empalmado Roma con Formentera. Dos destinos que no tienen nada que ver. Dos lugares antagónicos. El bullicio de una gran ciudad como Roma y el rollo ‘chill’ de la pequeña isla de las Pitiusas. He pasado de correr por las calles de tráfico caótico, atacado por varios frentes motorizados, a hacerlo casi en solitario con las gaviotas, las terribles gaviotas, sobrevolando mi cabeza.

Nicola Lagioia escribió hace dos años un libro salvaje sobre una historia salvaje: ‘La ciudad de los vivos’ (Random House). Creo que es el mejor libro que leí en 2023. Lagioia relata la historia, una historia real, de un crimen cometido por dos jóvenes normales, dos chavales a quienes las drogas, el alcohol y quién sabe si algo más que anidaba en su cabeza sin que ellos lo supieran, les llevó a cometer un asesinato espantoso (no hay ‘spolier’, esto se cuenta en las primeras páginas). Pero el escritor no solo describe la vida y las circunstancias de estos chicos que arruinaron sus vidas y varias más, Lagioia hace un retrato sorprendente de Roma.

Nunca volveré a ver Roma como la ciudad de los monumentos, las fuentes y la pizza de Da Baffetto. Ahora siempre es y será ‘La ciudad de los vivos’, la ciudad decadente, la ciudad a merced de las gaviotas, las terribles gaviotas. Una ciudad con otros barrios diferentes a los que pisamos los turistas. Uno de ellos, Prati, lo conocí la semana pasada y me encantó. Y cada día, como me sucede en cada campeonato, me voy impregnando del ambiente del barrio, o los barrios, que atravieso camino del estadio, esta vez el estadio Olímpico, en el Foro Itálico. Un día conoces una heladería que cierra a la una de la madrugada, como las farmacias que tienen que asegurar un servicio mínimo; al otro, una trattoria con buena cocina y precios razonables, y al siguiente, un horno liderado por una mujer con un genio terrible que más que atenderte, te fustiga con sus palabras, pero que, en el fondo, tiene su encanto. Su pan y el fiambre recién cortado allí mismo, en aquel establecimiento, convertían mi bocadillo para el desayuno en un regalo mucho más amable que su carácter.

Correr se suma al conocimiento de las ciudades. Salir a trotar te descubre nuevos lugares. Un año fue isla Margarita, en Budapest; otro, Olympiapark, en Múnich; ahora, la orilla del Tíber, el río que atraviesa Roma, una ciudad donde conviven amistosamente, compartiendo carril, ciclistas y corredores. Inaudito. Y allí, con las distancias marcadas en el suelo cada cien metros, iba y venía sudoroso y feliz.

Estuvo bien correr al lado del Tíber, pero es mucho mejor rodear l’Estany Pudent, al norte de Formentera, justo antes de llegar a Illetes, una de las mejores playas del mundo. Allí, por el camino de tierra de Es Brolls, vas solo durante muchos tramos. Este año me he cruzado con tres parejas de corredores por primera vez. Y algún coche y alguna moto suelta de vez en cuando.

Es un lugar para pensar mientras corres, que es una de las mejores cosas de este ejercicio. Pensar ejercita la mente y hace que pasen los kilómetros más rápido. Pero también puedes abandonarte a la contemplación del lago, un espejo con tonalidades rosadas donde se reflejan las nubes y las gaviotas, las terribles gaviotas que ya se atreven a desafiar a los turistas para disputarles el desayuno. “Las ratas del mar”, farfulla mi amigo Nacho en cuanto las ve. ¿Dónde quedaron los poetas?, ¿dónde quedó Juan Salvador Gaviota?

Las gaviotas no tienen la culpa del atentado que ha cometido el Govern o el Consell o quien sea, cargándose los chiringuitos, los históricos chiringuitos, que eran parte de la esencia de la isla. Pequeños negocios, poco más que una caseta hecha con tablas y unas pocas mesas, regentados por la gente de Formentera. Gente como Paco o Bartolo, uno de los pocos que ha sobrevivido, pero que, tanto se lo han complicado, aún no ha abierto. Pasas por allí camino de Es Caló des Mort y ahora solo hay una triste y desolada explanada, arena machacada, junto al mítico arbolito decorado con conchas. Un litoral mellado que duele solo de verlo.


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